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Las “travesuras” del rey Eduardo VII jaquean Berlín

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La cercanía del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial obliga a retornar al cauce de la Historia, tras nuestra incursión en las elecciones europeas, para arrimar algunas ideas que pueden ayudar a la comprensión de las causas y consecuencias de la Gran Guerra.

Por una cuestión metodológica no usaremos recientes estudios sobre la materia. No por sernos desconocidos sino porque, muchos, repiten, en forma sistemática, errores producto de las tergiversaciones que provocan reinterpretaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, para justificar posiciones en el marco de la Guerra Fría. Con un agravante mayor: olvidan la impronta geográfica.

En definitiva, la propuesta consiste en releer los textos de época. Ellos permiten comprender la intensidad de las fuerzas económicas, políticas y espirituales que se movieron en torno al primer acto de esa guerra continua que aún permanece sin saldar, en Europa. Razón suficiente para recomendar que el interesado en estos temas se provea, como primera medida, de un mapa que determine el asentamiento de los distintos grupos lingüísticos, que señalan los límites de las naciones. Distintos, por cierto, de los de los Estados cuyos conflictos aún están por resolverse. Y como una vacuna contra los fanatismos proponemos como consigna aquel viejo y pesimista proverbio europeo: “Una nación es un grupo de personas unidas por un error común acerca de sus antepasados y un disgusto común por sus vecinos.”.

Entremos en materia. La Guerra de Crimea (1853-56), los enfrentamientos armados entre Francia, Gran Bretaña y Prusia y la falaz acusación de espionaje en favor de Alemania contra el capitán Alfred Dreyfus marcaron a fuego la segunda mitad del siglo XIX. Situación que obliga a los estrategas a imaginar nuevas escenarios para enfrentar los desafíos que proponen sus enemigos y rivales en el escenario geopolítico.

El inicio del nuevo siglo no fue menos tenso. La muerte de la reina Victoria puso en alerta a las cancillerías europeas. Temían que el nuevo rey –Eduardo VII- modificara la correlación de fuerzas. Le conocían demasiado. Estaba emparentado con la mayoría de la nobleza europea; le sabían decidido y astuto. Se involucró personalmente en la profunda reforma del Ejército británico que ordenó, atento a los resultados de la guerra contra los Boers. Intervino en la resolución de la guerra ruso-japonesa, pese a que generó intranquilidades con Moscú.

Hechos que significaron un freno de la política expansionista del Imperio Austro-Húngaro, sentando, además, reales en la región de los Balcanes mientras disputaba a Prusia espacios comerciales en el corazón de Europa.

Esa batalla comercial que sostenían sordamente Berlín y Londres tornó en guerra económica. Pero la presión que actuaba “sobre Alemania crecía sin cesar. Amenazada de sucumbir por el agobio del cerco –según consta en una libreta, fechada en diciembre de 1925, que integra la colección de apuntes de autoría de Hermann Stegemann- dada su situación geográfica, aligeró ésta militar y económicamente. Tal comprensión hubiera, a la larga, anulado el desarrollo del Imperio Alemán que, según la expresión de Bismark, se sentía, en sus fronteras europeas, propiamente saturado.

Sólo la asombrosa vitalidad económica que alcanzó esta potencia europea, aun siendo la última creada, evitó que Alemania se agotase en la necesaria preparación militar; pero la hizo víctima del más febril industrialismo. Alemania se transformó así en un pueblo eminentemente comercial e industrial, que en los mercados del mundo prestó grandes servicios y alcanzó prestigiosa autoridad; y por esos triunfos consiguió el medio para completar su fuerza militar y organizar sus instituciones sociales”.

Nadie opuso resistencia a tamaño avance. Sólo Eduardo VII comprendió la gravedad del conflicto que se avecinaba. Por lo que decidió, mediante alianzas dinásticas, unir Francia a los intereses británicos. De alguna manera procuró abortar el pacto de amistad que unía París con Rusia y, de paso, poner en jaque a Berlín. Cuestión que fue debatida en la Conferencia Internacional de Algeciras (España), ahí celebrada entre enero y abril de 1906, a pesar de que fue planificada para solucionar la primera crisis marroquí, que enfrentaba a Francia con Alemania.

Los alemanes comprendieron que estaban en soledad. No sólo debían enfrentar las pretensiones galas sino también contender con Inglaterra y Rusia, que apoyaban a los franceses. “Como Italia, movida por sus intereses mediterráneos, permaneció en puesto secundario y la presencia de Austria-Hungría no bastaba para el reconocimiento del punto de vista germánico, terminó la conferencia con un compromiso de múltiple significación. Francia obtuvo en Marruecos el papel de primera interventora entre las naciones europeas, y sólo a España –por ser la anfitriona de la conferencia- le fue acordada una situación especial y la conservación de los mercados marroquíes. El sultán de Marruecos quedó en situación de independencia, pero la penetración pacífica del Imperio Marroquí por los franceses no se coartó en lo sucesivo.

Alemania no tuvo otro recurso que conformarse con haber jugado un papel de larga explicación, cuyas ventajas no le tocaron a ella sino a Francia, que obtuvo, aunque con limitaciones, un título de derechos. Ya entonces los hilos que había tendido Eduardo VII con (Edward) Grey y (Theophile) Delcassé eran más fuertes de lo que parecían. La tirantez de las relaciones internacionales a que la política de ‘entente’ del rey de Inglaterra había conducido desde 1902”.

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