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Las reglas y las virtudes públicas: ciudadanía responsable

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Por Armando S. Andruet (h) twitter: @armandosandruet

En varias ocasiones me he referido en este sitio a comportamientos reprochables de jueces y juezas, producto de conductas impropias tanto públicas como privadas con trascendencia pública. Sin embargo, en pocas ocasiones me he ocupado de los ciudadanos. Si bien éstos son los que reciben el resultado de las malas prácticas judiciales, porque están involucrados en algún tipo de trayecto de la mencionada realización judicial o porque visualizan los mencionados comportamientos judiciales negativos, son quienes luego constituyen el 78% de las personas que tiene una opinión mala o muy mala de la justicia y sus jueces.

Sin perjuicio de esa opinión negativa, podemos preguntarnos cuánto hace ese mismo ciudadano que asume el legítimo rol de cuestionar a las personas que tienen dichas responsabilidades públicas (y, sin dudarlo, deberían ser los jueces/zas ejemplares en sus comportamientos, para con ello promover la imitación de los ciudadanos) en ocuparse en aspirar a una vida más plena y responsable para todos. Mas la verdad es que ni todos los jueces son dignos de imitación ni todos los ciudadanos se comportan acorde con un estándar básico de convivencia social.

Viene a cuento la introducción, en razón de haber conocido la ordenanza Nº 13153 del Concejo Deliberante de la Ciudad de Córdoba, por la cual se prohíbe arrojar en la vía pública filtros y colillas de cigarrillos. El incumplimiento podrá imponer sanciones de apercibimiento (la primera vez) y luego multas; y, según la gravedad del hecho, también se podrá aplicar complementariamente trabajos comunitarios en materia ambiental. 

Respecto al texto y su aplicación -que será a partir de mediados de diciembre de este año-, no tengo nada que señalar, sólo puedo estar absolutamente de acuerdo con él. No porque haya dejado hace 40 años de fumar sino porque aspiro, desde el punto de vista estético, a volver a ver una ciudad con un mejor entorno, saludable y, naturalmente, más limpia. 

Inmediatamente leída la información, recordé que en varias capitales europeas hay en la vía pública ceniceros disponibles para dichos menesteres, y también memoré que cuando visité Singapur un aviso en el aeropuerto me pareció un tanto extravagante respecto a la prohibición de arrojar en la vía pública gomas de mascar utilizadas, algo que es reprimido con sanciones bastante más severas que oblar unos pocos dólares singapurenses. Pocas veces conocí una ciudad tan ordenada, pero también hay que señalar que pocas ciudades tienen un control tan estricto sobre la vida de los ciudadanos. Todo lo cual quedó por demás expuesto en las experiencias contemporáneas de control biopolítico que sobre la libertad de las personas han sido encausadas por el SARS-CoV-2 en tal lugar.

Volviendo a nuestra ciudad, desearía que la ordenanza marchara muy bien y que las personas la cumplan porque está dentro de las exigencias que la ciudad mínimamente hace a cada uno de nosotros. 

Deseo que todos seamos cooperantes para que ello acontezca porque, al fin, tal como lo dice Robert Bellah: “Una república (por ello diferentes ciudades que en ella se integran) es una comunidad política activa de ciudadanos participantes que deben tener un propósito y un conjunto de valores”. Lo afirma en su clásica obra Hábitos del corazón, con cuyo título alude a un término, ya utilizado por Alexis de Tocqueville, para hablar de las costumbres que definen el carácter de los ciudadanos norteamericanos: los hábitos del corazón. Lo cual vincula naturalmente el núcleo de la ciudadanía con los afectos, sentimientos, valores, vivencias y eticidad de las personas que a ellas las habitan.

Sin embargo, mis expectativas no son grandes cuando he visto la manera cómo en muchos lugares, cualquier mobiliario urbano que se coloque -basureros, bancos, cartelería, luminarias y otro tipo de ornamentación visual- es pacientemente depredado, destruido, robado, afectado hasta ser convertido en pieza que ni siquiera permite a veces predicar que alguna vez allí hubo algo importante e intrínsecamente digno de elogio y recuerdo. Así lo marcó el Conde de Volney sobre finales del siglo XVIII en la obra Las ruinas de Palmira, al reflexionar acerca de la decadencia de los imperios, algo que luego completó con los llamados «principios de moral», a saber: consérvate, instrúyete, modérate y vive para tus semejantes, porque viven éstos para ti.

Sin embargo, hoy el visitante de Palmira -zona central de Siria- encontrará que las meditaciones de Volney no fueron suficientes, puesto que la criminalidad del ISIS destruyó lo que quedaba del Templo de Baalshamin -construido en las primeras décadas de nuestra era- y con ello se ha clausurado el signo de una ciudadanía ya extinguida. 

Nuestros ciudadanos -entre los que no me cuento-, en otra escala pero igualmente propia de animales que no merecen la polis, como seguramente Aristóteles ilustró corrientemente, son proclives a no visualizar «valores» -en el caso, valores cívicos- en sus comportamientos públicos en la ciudad, puesto que no visualizan en ellos un beneficio directo. Muy egoístamente sólo aplican el concepto de «valor» a conductas u objetos, en cuanto se relaciona en manera directa con su propio disfrute o goce. 

Sin duda, es complejo pensar en ciudadanos auténticos cuando ellos no son promotores de los «valores públicos» que habitan en toda sociedad. Sólo cuando existen los «valores públicos» en los ciudadanos o en una importante mayoría de ellos será posible desplegar una realización común para toda la comunidad, y entonces habrá una naturalidad en la práctica de cuidar los ceniceros, basureros, asientos y limpieza en general la vía pública. 

Tal como se presenta la realidad -sólo basta caminar unas cuadras para poder apreciarla-, el ciudadano que tiene un basurero frente a sus ojos prefiere descuidadamente desprenderse del envase plástico que porta arrojándolo a un cantero, de donde -con suerte- alguien lo retirará en los próximos días. 

Quizás, frente a estas carencias y fragilidades que en muchos conciudadanos existen acerca de los valores públicos, hay que pensar si serán suficientes las maneras como se dará cumplimiento al artículo 5 de la ordenanza, cuando indica: “Acciones. La Autoridad de Aplicación tiene a su cargo: a) Difundir la presente Ordenanza, b) Establecer e implementar medidas y estrategias destinadas a lograr el cumplimiento de la presente Ordenanza; y c) Informar, sensibilizar y concientizar a la población sobre el daño e impacto ambiental que ocasiona el desecho inadecuado de este tipo de residuos tóxicos”.

Ello así, no porque pensemos que debería ser más enérgica la sanción sino porque creemos que estas cuestiones no se aprenden “con sangre”, sino con una actividad cooperativa de todos los demás que rechacen los comportamientos agraviantes a la ciudad que otros cometen. Ejemplo de un ejercicio de responsabilidad ciudadana es el acatamiento de la prohibición de fumar en lugares públicos cerrados. En ella no ha sido el dolor del castigo sino la moral social la que ha calado en los resultados. Quizás haya que hacer un esfuerzo de transitar por esa vía de futuro con dicha ordenanza, y muy probablemente sea el inicio de una transformación ciudadana. Ojalá.

Por ello, el camino de la enseñanza de las «virtudes públicas» es el adecuado, puesto que la vigencia de los valores públicos es un llamado a la práctica de las virtudes públicas. Entre esos valores públicos se ubica en un lugar principal la responsabilidad individual de cada quien. Aquí, los «responsables» son quienes se hacen visibles a los otros, como aquellos que tienen que «dar» o «distribuir» lo que corresponde a cada quien. 

En orden a ello, muchos de nosotros somos responsables de poder imaginar y construir espacios ciudadanos más amigables, donde brindar el ejemplo sea generar la matriz de las enseñanzas para quienes hoy todavía no comprendieron el significado de ser virtuosos de la práctica social. No se puede pedir que sean los menos expertos, formados e incluso analfabetos comunitarios quienes brinden la construcción del modelo de «ciudadano educado», que no debe entenderse tampoco como persona culturalmente ilustrada. 

Ser un ciudadano educado es pensar en un buen ciudadano que protege su ciudad de la misma manera que lo hace sobre su propia morada. Que siente el orgullo de ser no meramente habitante de un lugar sino ciudadano de un asiento urbano que lo acoge en su útero urbanístico y que todo ese espacio se identifica también con su misma realidad personal y de proyección social.

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