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Las dolorosas lecciones de París

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El ser humano puede aprender por las buenas o por las malas, como dirían las abuelas. De buena gana o forzado por los acontecimientos. Alberdi, en los primeros capítulos de su genial obra Bases, deja un pensamiento que es tan duro como cierto: existe algo peor que un pueblo sufra: que ese sufrimiento sea en vano.

Los atentados ocurridos el pasado viernes en la capital de Francia volvieron a reinstalar en la agenda global similares temas que cuando ocurrió en el 2001 en Nueva York el atentado a las Torres Gemelas.

A trazo grueso, todavía con el cimbronazo de lo terrible que pasó, podemos aventurar algunas consideraciones. La primera de ellas es que hay que llamar a las cosas por su nombre: no hay religión, idea política ni reproches tales como “lo que vivieron los franceses es algo similar a lo que vive desde hace años el pueblo sirio”, ni ningún otro tipo de justificación que haga comprensible matar personas a sangre fría. El “no matarás” sigue siendo una norma fundante de la sociedad humana y no confiere excepciones a nadie.

Lo que ocurrió en París no es un ataque a franceses ni al gobierno francés. Como el Vaticano lo expresó muy correctamente: se trata de “un ataque a la paz de toda la humanidad que requiere una reacción decidida y conjunta” para luchar contra “el odio homicida”.

El segundo punto es poner de relieve la importancia del derecho de defensa. Y que el Estado está para defender a sus ciudadanos. Ello vale para cualquier Estado, no sólo los afectados directamente por los hechos. Creernos a salvo o pensar que una postura indiferente puede “mantener a salvo por la suya” a alguna sociedad, además de un argumento errado termina siendo una conducta suicida.

Lo tercero es rescatar los valores de los derechos humanos. El terrorismo, en cualquiera de sus formas, lo que busca es precisamente eso: que los justos se rebajen a su nivel criminal.

Que un colectivo sea ganado por sentimientos no sólo de miedo sino, especialmente, por similares sensaciones de odio a las que tienen sus verdugos. Por eso, lo que nunca puede hacerse en estos casos es ceder a la tentación de devolver el mal con mal. Claro está, se debe apelar a casi todos los medios para defenderse de un caníbal. Y más que un derecho resulta un imperativo. Pero lo que nunca puede hacerse es comerse a ese caníbal. Permitir que, frente al sentimiento de pérdida y estupor, el mal abyecto de esos actos se nos contagie, es precisamente lo que busca de parte de quienes los perpetran.

En este sentido, el derecho internacional tiene un gran desafío de generar los consensos de cómo deben ser tratadas estas situaciones. No puede, la necesaria respuesta, ser dejada a la discrecionalidad del afectado. Y en el actual estado de la cultura jurídica, no pueden dejarse de lado los esfuerzos para construir un sistema internacional de justicia que permita responder a este tipo de hechos desde la legitimidad que da el consenso de una norma internacional. Una que deje en claro la diferencia entre la justicia que exigen lo ocurrido y sus víctimas, de la venganza malsana o, peor aún, de la utilización política espuria de estas terribles situaciones. La “respuesta decisiva” que se ha postulado no puede abandonar los carriles de la legalidad internacional y de las exigencias que implica tener humanidad. Si no, es contestar a la barbarie con más barbarie, en una espiral que no lleva a nada bueno. Nada muestra más cabalmente lo aberrante del homicidio terrorismo que la piedad de las víctimas. Sentimiento que no implica, en lo más mínimo, abjurar de la necesidad de defenderse y de procurar justicia para lo sucedido.

Volvemos a Alberdi y a su primer capítulo de Bases: pareciera que se ha vuelto al pasado, pero no es así, “pues las Naciones no andan sin provecho el camino de los padecimientos”.

Nos hallamos en la necesidad de contestar a la barbarie con el derecho, y en ese orden de ideas debe acuñarse, desde el convencimiento, “una regla de conducta”. Dejar claras ciertas cosas: la dignidad de la vida humana, los valores de la tolerancia y la justicia. El derecho de defensa no incluye a la venganza. Desde la actuación de los poderes públicos, necesariamente se deben tomar acciones en resguardo de sus ciudadanos, pero dos cosas deben ser evitadas: las sobreactuaciones y las pasividades negligentes. El mundo respetuoso de los derechos humanos debe generar los consensos de cómo actuar ante estas situaciones que los desafían y que son, hoy por hoy, una de las principales violencias que afectan su vigencia.

Apelando una vez más a las palabras del genial jurista y pensador tucumano: “Toda la gravedad de la situación reside en esta exigencia”.

* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. ** Abogado, magister en Derecho y Argumentación Jurídica

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