Carrara ya lo decía, por escrito, en el programa de su curso de Derecho Penal: “Quando la politica entra dalla porta del tempio, la giustizia fugge impaurita dalla finestra per tornarsene al cielo”. Traducción: “cuando la política traspasa la puerta de los tribunales, la justicia huye temerosa por la ventana para volver al cielo”.
El vuelo poético de la frase no le quita ni un ápice a su veracidad. La equidad, la igualdad de trato y el dar a cada quien lo suyo es incompatible con las conveniencias de ocasión, el resguardo de determinadas personas o el desamparo de otras, por la posición que ocupan respecto del poder de una sociedad.
No viene mal recordar por qué las leyes y las sentencias se dejan por escrito. Pasó en la antigua Mesopotamia, unos cuantos siglos antes de Cristo, cuando el ser humano se volvió sedentario y comenzó a establecerse en ciudades. Los sumos sacerdotes eran quienes impartían justicia en los templos. Si se tenía un problema, se iba al lugar y se expresaba de forma oral quién de los dos tenía razón y por qué. Conforme pasó el tiempo, empezaron a percatarse los justiciables, que casos similares se fallaban con decisiones totalmente opuestas, por la sola causa de la cercanía o lejanía del juez de la persona involucrada. Códigos como el de Hammurabi reconocen en dicha cuestión una de las principales causas de su dictado.
La justicia, en la antigüedad o en nuestros días, es la última línea de defensa de los derechos de las personas, contra los abusos del poder. De todo tipo de poder: público o privado, ya sea del gobierno, las corporaciones o simples vándalos.
Cuenta la leyenda que un día el rey de Prusia Federico II, monarca autócrata si los había, descubrió que un molino cercano a su palacio real, en su opinión, le afeaba el paisaje.
Procuró comprarlo para demolerlo, pero su dueño se negó. Duplicó y hasta cuadruplicó su el precio de su valor, sin obtenerlo. Cansado de la negativa, le mandó a decir con su edecán que o vendía o lo iba a ocupar por la fuerza y sin pagarle nada. El dueño del molino se presentó esa tarde en el palacio real, no para aceptar oferta alguna, sino con una medida cautelar dada por un juez de Berlín, en que le impedía al monarca innovar o entorpecer la propiedad sobre el molino de su súbdito. “Dígale a su majestad que no tendrá mi propiedad, mientras haya jueces en Berlín”, fueron todas las palabras del molinero. Desde entonces, la expresión el “juez de Berlín” ha representado, sobre todo en Europa, la metáfora más acabada de la independencia judicial frente a la arbitrariedad del poder.
Es bueno recordar estas historias, en tiempos en que la politización de la justicia parece haberse convertido en un tema más para comentar. Días atrás, públicamente en un reportaje el camarista federal Luis Rueda expresó: “Hay que asumir que ahora la Justicia está dentro del sistema político, hay que decirlo sin medias tintas”. Ponía como ejemplo el hecho de que “los 16 conjueces de Córdoba forman parte de un listado hecho por el Poder Ejecutivo de la Nación”, lo que implica “una selección absolutamente política”.
¿Es de tal forma y, en tal caso, eso está bien o está mal? En el siglo XIX el presidente de la Corte Suprema era elegido por el presidente de turno. Y se renunciaba como juez por nota al Poder Ejecutivo. Hoy, desde la experiencia institucional del siglo XXI, nos parece una barbaridad.
No es, por tanto, la existencia o no de politización judicial un tema menor. Tampoco son extrañas en el asunto las cuestiones de semántica sobre la significación del término, así como las ideas que cada uno tenga al respecto y que marcarán la postura que se adopte. Lo que no puede rehuirse es un debate al respecto; y, por sobre todo, que esa discusión sea franca, sincera, sin caer en las usuales hipocresías de nuestra sociedad.
* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. **Abogado, magister en Derecho y Argumentación Jurídica