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La pandemia, los triajes y el temblor de la dignidad humana

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Sin duda, entre los costos causados por el coronavirus, antes que los económicos, habrá otros que no se pueden saldar porque son morales y afectivos

Por Armando S. Andruet (h)
Twitter: @armandosandruet

Ninguno de nosotros escapa del estado presente de la información que existe y de lo que está ocurriendo en lugares donde la enfermedad Covid-19 se ha encargado de hacer suya miles de vidas. De adultos mayores, mayores y jóvenes; de hombres y mujeres; con fortuna y sin ella, de oriente y de occidente. Una nueva preocupación se reposa sobre muchas personas, la cual se suma a la que por este tiempo ha unificado a millares de individuos bajo un mismo destino: morir por el Covid-19.
Hemos conocido sobre anónimas personas ingresadas a los centros de atención de la pandemia que nunca más regresaron a sus hogares, nunca más volvieron a encontrarse con sus afectos, que murieron en la angustiante soledad de un proceso de morir sabiendo que se estaba solo. Morir ya es trágico, mas tener que transitar el proceso bajo situaciones de tanta desolación duplica la tragedia.
Quizás ellos no sabían todavía que tampoco sus deudos no los habían podido acompañar en el tránsito a la muerte ni brindarles un acogimiento en la tradición afectiva que es siempre un velatorio. La emergencia sanitaria de una pandemia reconoce -como en el medioevo- que no se presten servicios funerarios y que hoy los cuerpos tampoco se entierren sino que directamente sean cremados.
Sin duda que entre los costos de la pandemia, antes que los económicos (los cuales desde ya que serán muy elevados y habrá que pagarlos), estarán estos otros que no se pueden saldar porque son morales y afectivos. Ya en el medioevo se sabía también que después de la peste que había desestabilizado la población sobrevenía la otra peste: la de la hambruna, porque los alimentos guardados se habían agotado y la mano de obra dispuesta para la fuerza del trabajo en gran medida había perecido. Al fin y al cabo, nihil novum sub sole.
Sabiendo todas estas cuestiones, cruza por las angustias del presente de cada uno de nosotros cómo será el momento. Si acaso tenemos la tristeza de ser parte del escogimiento de la enfermedad y somos hospitalizados para nuestro tratamiento y posible recuperación sanitaria.
Todos los países, el nuestro también, desde hace varios años tienen previstos modos de proceder frente a situaciones inusuales y por ello extraordinarias, que sin embargo ocurren cada tanto.
Suceden en la vida de la humanidad grandes tragedias. Algunas naturales, que nombramos como “catástrofes” (verbigr., un terremoto, una pandemia), como otras que, si bien son igualmente desestabilizadoras, son “calamitosas” puesto que son resultado de acciones humanas que pudieron ser evitadas. Por ejemplo, una conflagración mundial a gran escala.
La historia de la medicina nos enseña sobre varios de los momentos actuales, como por ejemplo que la cuarentena la pusieron en práctica los hombres bajomedievales que ninguna instrucción tenían en microbiología o epidemiología pero advertían de que podía ello ser un camino válido para debilitar la enfermedad; y vaya si no lo es.
También nos recuerda la historia que lo que luego serían los hospitales fueron una invención romana -las valetudinarias-, que eran lo que hoy denominaríamos hospitales de campaña. Allí los médicos atendían a soldados que estaban en el campo de batalla y debían ser salvados o, por el contrario, era mejor olvidar.
Grandes médicos de la historia fueron médicos del ejército y naturalmente que esa práctica a muchos de ellos les deparó el éxito en el ejercicio de la medicina fuera del campo de lucha. Por sólo nombrar a dos: Galeno de Pérgamo (s. II) y Ambroise Paré (s. XVI).
Fue -según se indica- el barón Dominique-Jean Larrey, médico cirujano militar y jefe de los servicios sanitarios del ejército de Napoleón, quien, mediante la utilización de un sistema de clasificación para tratar a los heridos en el campo de batalla, terminó de brindarles una formalidad a lo que se venía utilizando en dichas refriegas militares. No hizo otra cosa que clasificar la gravedad de la herida sufrida, la capacidad técnica de poder sanarla y el tiempo de convalecencia que ello implicaría, más algunas otras variables vinculadas con la situación militar del ejército en dicho momento. Ello se nombró con la expresión en francés «triage». El nombrado médico fue un renovador de la sanidad militar puesto que, además, puso en marcha un sistema de ambulancias en el campo de batalla.
Con el tiempo, el triaje quedaría incorporado de manera más sistemática a las prácticas médicas en situaciones catastróficas y/o calamitosas.
Por otro lado, también hay que destacar -no como una cuestión menor- que las disciplinas (desde la lógica a la antropología), a los efectos de llevar adelante con mejor atención sus respectivas tareas, han debido separar o clasificar los entes que son materia de su estudio para poder abordarlos adecuadamente.
Así lo hizo en el siglo III el neoplatónico Porfirio quien, sobre la huella de Aristóteles, que había utilizado un sistema para diferenciar las distintas categorías de la substancia, formuló lo que sería conocido como «Árbol de Porfirio», en el cual tenemos género, especie e individuo. O la clasificación insuperable de K. Linneo (1731) que hace de todos los seres vivos, incluyendo al homo sapiens, que sería aprovechada luego por Charles Darwin para la teoría de la evolución.
La medicina, desde sus albores, cuando se convierte en disciplina científica, ha clasificado las enfermedades por familias y ello ha llevado a que, entonces, quienes se ocupan de curarlas, también se distingan por especialidades. Por ello, cuando creemos tener una dificultad en el corazón acudimos a un cardiólogo y no a un endocrinólogo.
Nuestro ingreso a cualquier hospital está siempre clasificado por el tipo de dolencia, por la exigencia de su urgencia, por las condiciones generales del enfermo. Tampoco es lo mismo estar en una situación crítica que en una corriente. En tiempos catastróficos, cuando realmente no hay condiciones operativas para poder brindar una solución a todos los problemas de los enfermos, los triajes se hacen más rigurosos porque el tiempo es breve, las urgencias son severas y los recursos disponibles son -en términos generales- escasos.
Pues por ello, a la par de que se deja que los equipos médicos sean los que establecen las variables sobre las cuales se habrá de angular la clasificación de los pacientes, en ninguna ocasión supone ello que habrá desahucio o abandono de aquéllos; se ponen en marcha estrategias de formulación de guías o recomendaciones que expertos médicos y no médicos proponen, para que la construcción y operatividad de los triajes sea cumplida con el mayor respeto a la dignidad de las personas y, por lo tanto, a los derechos humanos que en ellos cohabitan.
Sin embargo, es natural que se genere una cuota de ansiedad especial en las personas por conocer que se habrán de clasificar los enfermos por su estado general sanitario, esto es: si tiene comorbilidades asociadas al cuadro de Covid-19 o no, si es una persona añosa y si al final de cuentas se tiene disponibilidad de los recursos sanitarios suficientes para todos o sólo para algunos. Y si es lo último que se ha indicado, la cuestión de quién será el elegido para recibir el sostén vital del ventilador y/o oxigenación respectiva y quién no podrá acceder a ello, agudiza en una mortificación mayor.
En tal orden de falta de insumos mecánicos para la oxigenación respectiva de las personas afectadas por Covid-19, es un dato que no necesariamente no es fruto de abandono a la salud pública por el Estado; es en realidad la respuesta a un criterio de cierta frecuencia en que las cosas ocurren y que nunca se estiman sobre un estado de pandemia, en la cual la gravedad monovalente general requiere excluyentemente de un artefacto de sostenimiento vital. Si fuera una guerra, un terremoto, las heridas, las enfermedades, las complicaciones serían variadas; ahora es de base una misma afección respiratoria que exige del mismo dispositivo para todos.
Los triajes, por definición, están precedidos de un conjunto de recomendaciones bioéticas que internacionalmente circulan -y son conocidas por los bioeticistas del país y la provincia-, las que, si bien pueden tener variables operativas, todas comparten que el juicio clínico-sanitario que se hace de cada paciente, como en cualquier situación de acto médico, corresponde al equipo médico en conjunto y nunca al profesional en soledad. Además de ello, han recibido dichos médicos un entrenamiento anterior informativo acerca de la manera de proceder con un criterio uniforme y nunca alguno que pueda generar discriminación entre un enfermo y otro.
Lo cierto es -para no pensar lo que no corresponde- que el triaje no se debe asimilar con una autorización a desatender a enfermos; es un instrumento operativo para situaciones límites que tampoco se pueden despreciar en el contexto y que es operativizado bajo la síntesis del principio de justicia distributiva ejecutado con equidad, subsistiendo la relación médico- paciente y respetando la autonomía y derechos de éste

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