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La ejecución de Josefa Herrera

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Llevada a cabo a la usanza de las viejas leyes, su muerte quedó grabada en todos.

Por Luis R. Carranza Torres

El 1° de mayo de 1808 fue un día aciago para Josefa Herrera, presa en la Real Cárcel del Cabildo de Córdoba desde hacía prácticamente tres años. En esa jornada, el actuario le notificó que la Real Audiencia de Buenos Aires había rechazado todos sus recursos respecto de la pena que el alcalde de segundo voto del cabildo cordobés le impusio en octubre del año anterior, por degollar en 1805 a un niño de ocho años.

Acto seguido, el escribano del cabildo, junto al alcaide de la prisión, le comunicaron que, estando firme y en condiciones de ser ejecutoriada la sentencia, se fijaba como fecha para su ejecución el día 9 de mayo a las 9 y 30 horas.

Al anochecer del día anterior fue sacada de la celda de mujeres y colocada “en capilla”, precisamente en un pequeño templo que existía dentro de la prisión. Antes de ser entregada a la siguiente mañana a la justicia capitular, se la haría vestir con la túnica de color claro con que iría a su ejecución. Desde un par de días antes, unos empleados del cabildo habían erigido en la plaza mayor el correspondiente patíbulo para ejecutarla.

En virtud de lo que marcaban las leyes y por decisión de los jueces, la rea debía ser “agarrotada”. El verbo, a Dios gracias, ha caído actualmente en desuso. Era lo que les ocurría a quienes se daba muerte por “garrote vil”, para luego ser exhibidos sus restos en una horca; modo típicamente español de ejecutar la pena de muerte.

El garrote vil fue usado en España y sus posesiones de ultramar desde el siglo XVI y hasta el año 1974. La pena se aplicaba aprisionando el cuello dentro de un collar de hierro que, por medio de un tornillo que retrocedía por la parte posterior, “quebraba” el cuello del reo de muerte.

Para aquellos que les pudiera parecer algo cruento -entre los que se cuenta el suscripto-, existen varias fuentes históricas que, contrariamente, la consideran una de las penas capitales que implicaba menor sufrimiento. De hecho, por ese motivo, en el que en 1832 el rey Fernando VII abolió la pena de muerte en la horca a favor del garrote, “deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital”.

Como fuere, alrededor de las nueve y media de la mañana del 9 de mayo de 1808, en presencia del escribano del cabildo, Bartolomé Matos de Azevedo, se presentó en la capilla de la cárcel don Manuel Casimiro González, designado ministro ejecutor en razón del fallecimiento del alguacil mayor don Antonio de las Heras Canseco, requiriendo al alcaide de esa prisión, Miguel Moncada, la entrega de la rea para ser ajusticiada.

Afuera, la actual plaza San Martín y sus inmediaciones se hallaban repletos de personas. El acta del cabildo habla de “un numeroso concurso de gentes”. Nadie en Córdoba había querido perderse el hecho, desde que días atrás el pregonero anunció públicamente la ejecución por disponerlo así las leyes de la materia. De no ser por el cadalso, podría pasar por algún tipo de festejo. Los más curiosos se subían arriba de los árboles para tener una mejor visual y diversos vendedores ambulantes voceaban todo género de productos.

Del cabildo salieron en “cortejo”, como refiere la crónica capitular, Josefa Herrera y su ejecutor, rodeados de soldados que les abrían el paso. Por delante de ellos, el pregonero “iba publicando en alta e inteligible voz el pregón”, que era del “siguiente tenor”: “Ésta es la justicia que manda hacer el Rey Nuestro Señor y en su renombre el Señor Don Bruno Martínez, Alcalde Ordinario de Segundo Voto, en esta mujer por la muerte que ejecutó en la persona del muchacho Gerónimo Miranda, la que ha sido condenada a la pena de muerte”. La declamación finalizaba con la sentencia admonitoria de: “que quien tal hace que tal pague”.

La normativa del caso establecía que la ejecución debía anunciarse por toque de tambores con su parche flojo, no tirante -de donde viene la expresión “cajas destempladas”-. Pero no consta en el acta respectiva que tal instrumento haya intervenido en este proceso de ajusticiamiento.

Lo que sí narra en su acta el escribano capitular es que Josefa Herrera “fue conducida en derechura a la plaza donde se hallaba una horca con un torno de hierro al pie de ella, y después de haberle dado garrote en él fue colgada del pescuezo por Lorenzo Molina, ejecutor de sentencias”.

Luego de ello, el pregonero voceó a la concurrencia: “El señor Bruno Martínez, Alcalde Ordinario de Segundo Voto manda que persona alguna de cualquier estado no saque de la horca este cadáver que queda colgado de ella”.

No obstante esto, ante un pedido del hermano mayor de la Hermandad de la Santa Caridad de “darle eclesiástica sepultura” al cuerpo, alrededor de las tres de la tarde de ese día, por orden del alcalde interviniente, se autorizó su entrega por parte del verdugo.

Todo esto ocurrió hace poco más de dos siglos en el espacio entre el cabildo y la actual estatua del Libertador. Aunque en el presente ningún rastro quede de ello. Eran otros cordobeses y otras penas.

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