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Julio Anguita: «Tú, elector, no sigas votando a ladrones»

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Por Silverio E. Escudero

España, en medio de la pandemia del Covid-19, ha despedido a una de sus figuras políticas más trascendentes. Un adiós que convocó a miles de personas en todo el mundo para acompañar, transidos, a Julio Anguita al lugar donde reposará para siempre. Es un dolor que pretendemos esbozar y, así, impedir que el olvido juegue una mala pasada, porque el maestro inolvidable ha sido uno de los forjadores, uno de los orfebres de la transición española, al poner su cuero frente a cuanto intento de golpe de Estado intentó el franquismo. 

Decíamos que fue maestro, uno de esos enseñantes que hemos elegido a lo largo de la vida para que, con enorme paciencia, nos despertara de nuestras ensoñaciones y advirtiera de que la política es un hecho mucho más importante que la vidriera casi impúdica de las campañas electorales y los desfiles en triunfo que legitiman la mentira. 

La democracia, tal como está concebida -solía enseñar en su diálogo eterno-, no es otra cosa que un sistema oligárquico en el cual cada sector de la clase dirigente rivaliza con las otras mediante los partidos políticos. Éstos se transforman en maquinarias de poder que pretenden sustituir al pueblo que dicen representar, mientras olvidan los principios democráticos y sólo se preocupan por mantener el poder cambiando de caras para que todo siga igual. 

Los argentinos tenemos una larga experiencia en ello. Conocemos las consecuencias del accionar de auténticos estafadores de la fe pública. Farsa que hace iguales a unos y a otros aunque vistan distintas camisas, diferentes chaquetas, blandan trapos con inscripciones diversas y denuncien -voz en cuello- graves hechos de corrupción que la morosidad de la justicia garantiza en impunidad.

Julio Anguita, el maestro, ha dejado una herencia fantástica. Una estela de coherencia y honestidad tan incuestionable que abona su autoridad como político y como docente. Por eso, desde esta columna vengo a despedirle hermanando similares banderas, las  del antifascismo y en contra de todas las autocracias; en defensa de los valores intrínsecos de la Constitución de la República y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Sus paisanos en forma casi unánime coinciden en asegurar que toda su trayectoria, toda su obra es la construcción ética de un hacedor. De un hombre forjado en esos valores irrenunciables que están ausentes en la mayoría de la clase política, que con impudicia muestra grandes riquezas y bienes que disfruta frente a la tragedia que vive el pueblo cada día más pobre, cada día más lejos de los niveles mínimos de confort para que soporte los embates de la naturaleza y las vicisitudes de la economía. 

“La grandeza de Anguita -nos escribió uno de sus convecinos- fue llevar una vida sobria. No aspiró a vivir del poder ni de las puertas giratorias. Hubo unos años en que los políticos profesionales, esos que vivían y bebían de la política, se dedicaban a utilizar todos los medios para hundirlo, era necesario acabar con él, molestaban sus análisis sobre los engaños en determinados acuerdos europeos, como todas las privatizaciones de las grandes empresas de carácter estratégico y las políticas neoliberales que se aplicaban en España.”

Despedir al querido Julio, ese fantástico combatiente por la libertad es, aun cuando parezca extraño, celebrar su vocación de servicio. Sus conciudadanos de la Córdoba andaluza le confiaron la misión ser su primer alcalde a la hora de recuperar la democracia. 

La tarea que emprendió no fue fácil. El Partido Socialista Obrero Español le hizo la vida imposible. “Fuiste mi alcalde y Córdoba fue un ejemplo”, se leyó en una banderola que portaba una octogenaria quien, como muchos otros, rompió el confinamiento para despedir al muerto ilustre.

Es el desgarro de la pérdida de un amigo, de un consejero con el que -a pesar de la distancia- descubríamos horizontes diferentes preocupados sobre el futuro del hombre, de la democracia y de la humanidad jaqueada por el cambio climático.

Por esa razón, después de nuestros amores y desamores de la política argentina (de sus despertares autoritarios y la inocultable tilinguería de nuestra sociedad) escarbamos aún más en sus discursos, en sus libros y en sus apuntes de clase para soñar que es posible construir una sociedad diferente.

 “Para mí y para cientos de miles de ciudadanos -escribió nuestro corresponsal espontáneo en la Córdoba andaluza- Anguita era una referencia, y sus señas eran la ética y la praxis. Son cosas sencillas, pero todos esos que merodean los ambientes del IBEX35 (N. de la R.: referencia a la bolsa española) y de los fondos buitres son incapaces de aceptarlas. Ellos prefieren mantener buenas relaciones con los amigos de los paraísos fiscales y de grandes fortunas, como podemos observarlo en las páginas amarillas y del corazón las manipulaciones con sus bulos y los medios adictos”.

Pensar en libertad -aun en los marcos que imponen los dogmas políticos o religiosos- es su mandato final. Es la tarea que emprenden los precursores aun a costa de ser lapidados. Anguita fue y es uno de esos elegidos.

En un extenso y jugoso reportaje fue preguntado sobre el poder transformador de la escuela. Su respuesta fue directa, concluyente. Nos increpó como sociedad y dijo: 

“Yo quisiera acabar con un mito que compañeros y autores, bien intencionados sin duda, plantean de que la escuela va a cambiar la sociedad. Mentiras. Radicalmente es una mentira. La escuela es el reflejo de la sociedad. ¿Por qué? Hasta ahora es la evasiva del discurso oficial cualquiera sea el gobierno o del conjunto de la sociedad. Hay que volver a la escuela para crear el Hombre Nuevo. Si lo creéis es mentira. Y, si no, estáis montando la excusa para evadir y no enfrentar los problemas. La escuela es hija de la sociedad y esta sociedad tiene la escuela que ha ido creando. Una sociedad que no piensa. Que está metida en el ordenador. Que no quiere pensar porque le duele la cabeza. 

La cabeza que la gente joven -no toda- se ha metido en ese escapismo falsamente hedonista del botellón que es la estupidez mayor que yo he visto en mi vida porque no he visto caso más gregario, más dócil, más amaestrado que conozco. Finalmente los muchachos dicen ellos son rebeldes. ¿Rebeldes de qué? Rebeldes sin causa. Si llevan los pantalones que les impone una marca específica. Oyen la música que les meten los programas de radio. Son una manada de borreguitos que creen que son rebeldes”. 

Julio Anguita, a pesar de su condición de comunista, fue la quintaesencia del librepensador. Sostiene en sus memorias que nadie puede encerrarse a soñar con una sociedad sin clases y no hacer nada para cambiar la realidad. “Eso es ser un imbécil. Frente a eso es necesario, como dice el propio Manifiesto Comunista de Marx y Engels, que los comunistas en cada momento, en cada lucha específica, por pequeña que sea, tengan en mente el objetivo final, el punto de referencia. Lo traduzco a la cultura agraria de mi tierra: el labrador que está haciendo los surcos tiene que mirar a dónde va con el arado porque si no el surco se le va. Tiene que trazar con cuidado la besana, es decir la línea matriz de la cual surgen otras. Construir implica, no proclamar lo que uno es, sino juntarse con otros que son distintos para ponerse a ello”.

Julio querido, mi amado maestro, siempre estarás en mi memoria y en mi compromiso. Hasta la victoria siempre.

 

 

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