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John Lewis, el rabdomante de la libertad

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Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para
Comercio y Justicia

La tragedia nos envuelve. Ha partido hacia otras praderas, hacia otros horizontes uno de nuestros más queridos hermanos, el más lúcido de nuestros compañeros. Ese hombre lejano que, sin saberlo, alguna vez tendió su mano para enseñar que existen valores que no tienen precio. Valores por los que vale la pena sufrir todo tipo de encarcelamientos, atropellos y torturas, porque al final del camino ellos -los torturadores y asesinos- serán condenados por la Justicia.

John Lewis, el mayor símbolo de la lucha por los derechos civiles, ha muerto. Ese hijo adolescente de campesinos, de trabajadores golondrinas decidió, después de escuchar a Martin Luther King, marchar en defensa de sus hermanos de raza que batallaban por la vigencia plena de sus derechos civiles.

Su bautismo de fuego ocurrió durante el domingo sangriento del 7 de marzo de 1965, cuando le partieron la cabeza por reclamar su puesto en la vanguardia. Ese hombre-adolescente jamás renunció a su compromiso hasta transformarse en un “Titán del movimiento de los derechos civiles, cuya bondad, fe y valentía transformaron nuestra Nación”, como lo calificó, al despedirle, Nancy Pelosi, líder demócrata de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos.

Aquel día de 1965 fue apaleado -decíamos- con saña feroz en el puente Edmund Pettus -que cruza el río Alabama en la ciudad de Selma, estado de Alabama- durante una emboscada policial dirigida personalmente por el gobernador ultrarracista George Wallace, el mismo triste y oscuro personaje que, después de impedir personalmente el ingreso de dos estudiantes negros a la Universidad de Alabama, en una encendida bravata aseguró: “Es bastante apropiado que desde esta cuna de la Confederación, este mismo corazón de la Gran Tierra Sureña Anglosajona, hoy en día hagamos sonar el tambor de la libertad como generaciones de antepasados lo hicieron antes de nosotros, una y otra vez a través de la historia. Vamos a levantarnos ante el llamado de la sangre amante de la libertad que está en nosotros, y enviemos nuestro mensaje a la tiranía que suena sus cadenas sobre el sur. En el nombre de las más grandes personas que jamás hayan pisado esta tierra, yo trazo la línea en la tierra y sacudo el guante ante los pies de la tiranía, y yo digo: segregación hoy, segregación mañana, segregación por siempre.” 

Lewis es un espejo al que la clase política no se anima a enfrentarse. Es que teme enfrentarse con sus propias miserias, que la cuestionan férreamente mientras transitan sin vergüenza alguna los estrados judiciales acusados de todo tipo de latrocinio. ¿Hace falta pegar en las paredes las caras de los ladrones con la leyenda de “buscado por ladrón”? No escapa ninguno. Los hay de todos los colores, de todos los pelajes.

Pensar -insistimos- en el legado moral de John Lewis es un bálsamo. Su primera gran batalla fue ciclópea: «Los predicadores que había escuchado hasta entonces hablaban de un más allá de túnicas de seda blancas, sandalias doradas y tronos de ángeles», recordaría Lewis en sus memorias de 1998, Walking with the wind. 

Era el adolescente cuyos discursos abordaban los problemas que enfrentaba la gente común; los mismos padecimientos que la mayoría de los negros del sur estadounidense, cualquiera que fuese su filiación política. 

Fue el líder del Comité Coordinador Estudiantil No Violento, que había contribuido a crear tres años antes. El SNCC, sigla que solían pronunciar como «snick», se convirtió rápidamente en la avanzada del movimiento, organizando sentadas y manifestaciones en los Estados del sur cuya lucha le llevó a discutir -cara a cara- con el presidente John F. Kennedy las modificaciones en el sistema jurídico estadounidense para beneficio de la totalidad de las minorías raciales residentes en Estados Unidos.

Nada lo arredraba. Antológicas son sus polémicas con Malcolm X, en las cuales defendió los ideales de la no violencia mientras sucedía un extraño fenómeno pocas veces explorado: la cuasi coincidencia en los argumentos entre El-Hajj Malik El-Shabazz (Malcolm Little) con los de The Tea Party, la Asociación Nacional del Rifle, el Ku Klux Klan y casi un millar de organizaciones ultraderechistas encabezadas por el Partido Nazi, los cientos de formaciones irregulares integradas por “skinheads”, nacionalistas blancos, organizaciones neoconfederadas o antiinmigrantes.

John Lewis soportó todos los ataques y salió de cada uno de ellos más fortificado. Soportó todos los patrullajes ideológicos a los que estamos tan acostumbrados los latinoamericanos por el mero hecho de no acordar con las políticas gubernamentales. 

La prensa internacional nos cuenta que Lewis murió el mismo día que el líder de los derechos civiles, el reverendo Cordy Tindell “C.T.” Vivian, que tenía 95 años. La doble muerte de tamaños gladiadores de los derechos civiles se produce cuando EEUU todavía lidia con la agitación racial a raíz de la muerte de George Floyd y las posteriores protestas de Black Lives Matter, que se han extendido por todo el país.

Lewis será ante todo un demócrata ejemplar que se desempeñó como representante en el quinto distrito del Congreso de Georgia durante más de tres décadas. Era la conciencia moral del Congreso, debido a su lucha no violenta por los derechos civiles durante décadas. Su apasionante oratoria fue respaldada por un largo historial de acción que incluyó, según su recuento, más de 40 arrestos mientras se manifestaba contra la injusticia racial y social.

Su autobiografía conmueve. Lo vemos marchando como integrante de “Los Seis Grandes” junto a Philip Randolph, John Farmer, Roy Wilking, Whitrey Young y Martin Luther King, participando en cientos de sentadas en los mostradores del almuerzo, en los bloqueos de la compañía de colectivos que había pretendido segregar a Rosa Parker.

Cuando apenas rondaba los 23 años fue uno de los oradores principales de la histórica marcha por Washington por el trabajo y la libertad, que ocurrió en esa ciudad el 28 de agosto de 1963.

Lewis dijo que King inspiró su activismo. Enfurecido por la injusticia que significaban las leyes del Jim Crow South, que preconizaban la segregación racial, se lanzó al combate en una campaña masiva, con protestas organizadas y sentadas. 

Para 1960 ya era una figura de nota. Los periodistas lo comenzaron a caracterizar como “el jinete de la libertad”, desafiando la segregación en las terminales de autobuses interestatales a lo largo y ancho en todo el sur estadounidense y en la capital del país: “No queremos que nuestra libertad sea gradual; queremos ser libres ahora”, se leía en sus banderolas.

A los 25 años, Lewis ayudó a liderar una marcha por el derecho al voto, en el puente Edmund Pettus, Selma, donde él y otros manifestantes fueron recibidos por policías estatales y locales fuertemente armados quienes los atacaron con palos. Las imágenes de ese “domingo sangriento” conmocionaron la nación estadounidense y estimularon el apoyo a la Ley de Derechos Electorales de 1965, promulgada por el presidente Lyndon B. Johnson.

“Dejé un poco de sangre en ese puente”, dijo Lewis años después. “Pensé que iba a morir. Pensé que veía la muerte”, agregó. 

A pesar del ataque y otras palizas, Lewis nunca perdió su espíritu activista, lo que lo llevó a la política. Fue elegido para el consejo de la ciudad de Atlanta en 1981, y luego para el Congreso, seis años después.

Una vez en Washington, se centró en luchar contra la pobreza y ayudar las generaciones más jóvenes mediante la mejora de la educación y la atención médica. También coescribió una serie de novelas gráficas sobre el movimiento de derechos civiles, lo que le valió un National Book Award, uno de los más prestigiosos premios literarios que se conceden en Estados Unidos.

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