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Hijos jurídicos de la Revolución Francesa

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Transformaron el mundo de entonces y también el derecho hasta nuestros días

«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Éste es el primer párrafo de la novela de Charles Dickens Historia de dos ciudades, que tiene como contexto de la trama la Revolución Francesa. 

Coincidimos con quienes entienden que no hay una sino muchas revoluciones francesas. Sólo un origen común autoriza a ver en conjunto lo que se trató de un proceso complejo, de cambios sucesivos y, en ocasiones, contradictorios. Desde 1789 a 1815 veintiséis años-, Francia pasó por 11 regímenes políticos distintos, a saber: monarquía absoluta, monarquía constitucional, república moderada, republicanismo radical, directorio, consulado, consulado vitalicio de Napoleón, imperio, monarquía absoluta, imperio y, otra vez, monarquía absoluta.

También coincidimos con aquellos que entienden su primer período, entre 1789 y 1791, llamado del constitucionalismo moderado por algunos, como el más auténtico y más fructífero para el derecho de nuestros días. Fue acaso lo mejor de sus frutos y asimismo su legado más perenne.

Después de la convocatoria a Estados General por el rey, éste se dio cuenta de que había otorgado un auditorio para que se hicieran escuchar voces contrarias al poder real y partidarias de limitarlo por una constitución. Sobre todo de parte de la burguesía, que componía el denominado tercer estado, ampliamente mayoritario frente a los nobles y los clérigos.

Decidió cortar con tales reuniones aduciendo un pretexto banal. En vez de solucionar algo, agravó las cosas. Cuando los diputados del tercer estado fueron impedidos, el 5 de mayo de 1789, de entrar a la sala del Hôtel des Menus Plaisirs, donde se celebraban las sesiones por los guardias del rey, aduciendo que estaba en reparaciones, se reunieron por cuenta propia en la sala del jeu de paume de Versailles, un sitio construido por Nicolas Cretteé en 1686 para que los miembros de la Corte se distrajeran jugando al jeu de paume, un antecesor de los modernos juegos del tenis y la pelota vasca.

Con la ayuda del abogado Jean-Joseph Mounier, el abate Emmanuel-Joseph Sieyès redactó la fórmula del célebre Juramento del Jeu de Paume, de no separarse jamás y reunirse “hasta que la constitución sea aprobada y consolidada sobre unas bases sólidas”.

Leído por el astrónomo Jean Sylvain Bailly como presidente de la asamblea, el juramento fue votado por casi todos, 576 votos a uno -el del abogado Martin d’Auch-. Cada representante firmó, a su vez, el juramento. En ese estadio de cosas, cuando se le pasó la pluma a Martin-Dauch, éste declaró que sus electores no lo enviaron a insultar a la monarquía y que protestaría contra el juramento. Los otros representantes le recriminaron pero Martin-Dauch se puso de pie y afirmó que no podía ejecutar ninguna decisión que no fuera sancionada por el rey. Era la solitaria reacción de la posición absolutista. El presidente de la asamblea trató de convencerlo de que tenía el derecho a abstenerse pero no a oponerse a los deseos de la mayoría. A pesar de todo esto, Martin-Dauch se mantuvo firme y escribió «oponente» delante de su nombre. A la constatación de tal hecho, siguieron los gritos de indignación. La cosa iba para más, incluidos gritos de «¡Muerte!», pero un alguacil llamado Guillot lo sacó por la puerta trasera y lo echó a la calle, poniendo así fin a la cuestión.

La Asamblea Nacional se declaró Constituyente. Fue éste un acto determinante y una afirmación política de autodeterminación del pueblo llevada a cabo por sus representantes, y es considerado el nacimiento de la Revolución Francesa. Tres días más tarde, se negarían a cumplir la orden de disolver la Asamblea durante la sesión en la que a Luis XVI así se lo exigió.

Una reacción popular del pueblo parisino tomó el 14 de julio la fortaleza de La Bastilla, una prisión donde se detenía por tiempo indeterminado a quien el rey decidiera, decantando el apoyo de la población a favor de la Asamblea Nacional. El 26 de agosto de 1789, sólo seis semanas después de tal hecho, apenas tres semanas después de la abolición del feudalismo, la Asamblea Nacional Constituyente adoptó la Declaración de los Derechos del Hombre y de los Ciudadanos. En ella se les reconocían derechos «naturales e imprescriptibles» a las personas, como la libertad, la igualdad, la propiedad o la seguridad. La ley era, no ya la voluntad del monarca sino la “expresión de la voluntad general” del pueblo, destinada a resguardarlo y a prohibir “sólo acciones dañinas para la sociedad”. Se afirmó el principio de la separación de poderes, con la sujeción de todos, incluido el rey, a la Constitución, así como el manejo del Estado como asunto público y no una cuestión personal o patrimonial de ninguno, noble o el rey. Habían nacido los derechos humanos de primera generación. Por algo, tal declaración fue el modelo sobre el que, en el siglo XX, se redactaría la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Después, el 3 de septiembre de 1791, la Asamblea dictaría la primera constitución escrita de la historia francesa. ​Contenía la reforma del Estado, quedando Francia configurada como una monarquía constitucional. Luis XVI la aceptó a regañadientes y, de haberse cumplido, mucha sangre se hubiera ahorrado, hasta la del propio monarca y su reina.

“Somos hijos jurídicos de la Revolución Francesa”, me dijo alguna vez el procesalista Mariano Arbonés en una charla. No hace falta observar mucho nuestro alrededor jurídico e institucional para reconocernos como herederos de ese legado. Qué tan bien o mal lo mantenemos y adaptamos a los nuevos tiempos, es ya otra cuestión.

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