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Hedgar Di Fulvio: cantor de la tierra, por la tierra y para la tierra

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Tal vez imitando las rastrilladas de los ranqueles, antiguos visitadores de las comarcas natales, que con sus lanzas herían el lomo de la pampa, trazando huellas de las que luego se apropió la historia, Hedgar Di Fulvio hizo lo mismo con los filos cóncavos de las maderas de la guitarra, rasgando el suelo inacabable y arrojando la semilla de sus versos en la infinita llanura ansiosa de la palabra fundante. Palabra y verso, y el encordado de pronto ternura y de pronto alarido.

Por Carlos A. Ighina (*) – Exclusivo para Comercio y Justicia

Fue un cantor contestatario y lo hizo a su manera y de cien maneras diferentes, pero en cada intento, con fuerza endógena, surgían sus cantos como surgen los pastos, el yuyo, las toscas y las agüitas humildes de la extensión entrañable: aires de bailecitos, bailecitos, canciones, carnavalitos, chacareras, cuecas, gatos, loncomeos –danzas rituales mapuches-, polkas, taquiraris, valses criollos, vidalas chayeras, zambas y zambas-cuecas, según un relevamiento que con mucho amor hicieron Elías y Renée Isaac, Juan Marcos Martín, Ana González, Julio Cordi y Pablo Behm.

Su mirada buscó el Ande, contempló el mar, trepó los ríos, se confundió en las urbes y se quedó en la tierra. Bajo la sudadera del caballo galopó solidaria una protesta no respondida, tal vez soportando una matadura que no halló la mano curadora.
Nació en la estancia de Sosa, establecimiento San Fernando, cerca de Carrilobo, el 9 de julio de 1933, hace 80 años, es posible que como un preanuncio de dos determinantes de su vida: patria irrenunciable e independencia de espíritu.

Allí, en esos campos de labrantío, desde el asombro de su infancia se entremezcló con los braceos que llegaban a levantar las cosechas. Fogones, guitarras, mates y adivinanzas lo fueron cultivando en una comprensión raigal de su circunstancia. En ese escenario comenzó a valorar lo que él llamaba el hombre realidad y en un espacio de ensoñación mistérica comenzó a esbozar lo que sería un lema en su vida: Quise y quiero honrar mi tierra, quise y quiero lo que me da palabras y silencios. Fue ése el génesis y el germen de un hombre de responsabilidades profundas, celoso de la bondad de la fatiga diaria, pero también cantor, guitarrero y sobre todo sensible a la sugerencia poética. .

Así se aposentó en su espíritu la luz de una temprana reflexión, punto de partida de lo que sería una tarea vital: la recepción de las letras que sugería la tierra y su musicalización, que aún en sus variaciones, tenía por origen aquellas íntimas melodías de los braceros de la estancia de Sosa.

Pocas fueron las grabaciones de sus temas, finalmente rescatados en el extranjero ante la indiferencia de las productoras nacionales, posiblemente una muestra más de una política de desprecio por los valores propios, los que anidan en los hijos de la tierra más allá del color de su piel o del linaje de sus ancestros.

Vino a Córdoba queriendo ser médico y se encontró con un cielo de guitarras que lo llamaba cada noche desde las estrellas serenateras. Nada le fue desconocido en el itinerario de bombos y encordados, pero hacia fines de los 50 su guitarra y su canto se arrimaban a “El foro”, mítico faro que orientaba los imaginarios barcos de La Cañada. Desde la mesa 11 Hedgar marcaba ritmos mientras don Cornelio Saavedra, el propietario, llenaba una y otra vez los vasos de aquel tinto irreemplazable en los gustos musiqueros. En esa salamanca se amuchaban plásticos como Romilio Ribero, Diego Cuquejo –que cantaba tangos- y Moreno Ulloa; personajes de luenga fama como Perecito; guitarristas que sin saberlo estaban entrando en la mitología peñera, como Luis Amaya y Lalo Homer; y aquel riojano que iba construyendo su propia vida paralela, el Chito Zeballos.

Di Fulvio ya había conocido y tratado a un patriarca del canto como don Edmundo Cartos y en la calle Chubut tenía las puertas abiertas de la casa del Chango Rodríguez. Año después el Chango tendría las puertas cerradas y el poeta iría a la cárcel para ser padrino de su boda con la Gringa.

“El Pucará y los Hornos Combes” golpearían fuerte en el corazón lírico de Hedgar y la muchachada noctámbula repetiría los versos resaltantes de una humanidad empobrecida. Fueron tiempos de compartir, con Alejandro Pastor, con Héctor Roca y con ese fino intérprete de la guitara que es Roberto del Lazo.

Después de la bohemia inevitable que capeaba en Alberdi y se desbordaba en los alrededores de La Cañada, fue médico y eligió los niños para volcarse entero y sin reservas, caminando las salas y pasillos del viejo Hospital de Niños y allí fue cuando su conciencia vio cosas que no quería ver. En sus manos crispadas la bordona se hizo trueno y la denuncia tonante no respetó la métrica de los versos. El poder de entonces le mostró la calle y con tristeza inaudita se perdió pampa adentro. Capitán Sarmiento lo recibió en la mansedumbre bonaerense y allí brindó ciencia, consejos y caricias, mientras los versos seguían brotando como agua de manantial. Capitán Sarmiento jamás lo olvidó y lo siguió queriendo con la trascendencia de los hombres probos.

En los versos iniciales de Zamba para mi ausencia, Hedgar Di Fulvio nos dejó mucho de su legado espiritual: “Paloma tibia de la zamba ausente, / que en la lágrima fuiste consolada, / yo te dejo en mi copla y en mi canto / esta ausencia que llevo por el alma”.

(*) Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

 

Comentarios 1

  1. mariel estrada says:

    Emotiva remembranza de un músico que transformó en Verbo la raíz de su palabra. Destaco el cultísimo lenguaje literario del autor de la nota.

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