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Hay que poner fin a las armas nucleares

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La humanidad, cada 26 de septiembre, renueva sus esperanzas. Es que a instancias de las Naciones Unidas se celebra el Día Internacional para la Eliminación Total de las Armas Nucleares, razón por la cual todos los habitantes del planeta aguardamos que los líderes políticos decidan poner fin a la proliferación de esas armas.

Ese día, como muchos otros, se escucha con atención el llamado del secretario General de laOrganización de las Naciones Unidas (ONU). Reconvención que los gobiernos – conducidos por verdaderos orates- desoyen por ser cómplices necesarios de la carrera armamentista.

Los datos de la realidad estremecen. Desde 1945 -mal les pese a muchos- no se ha destruido una sola arma nuclear conforme todos los tratados y conferencias internacionales convocadas para analizar el crecimiento exponencial de los arsenales. Por el contrario, los países poseedores de armamento nuclear cuentan con programas de modernización de largo plazo y la doctrina de la disuasión nuclear prevalece en sus políticas de seguridad.

Estamos en una verdadera encrucijada. Desde los primeros años de la era atómica las armas nucleares fueron un instrumento de política exterior de las grandes potencias.

Usadas de ese modo precipitaron la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Y, de paso, evitaron que la Unión Soviética avanzara sobre las fronteras del Imperio del Sol Naciente, hecho que habría modificado el mapa de posguerra.

Las tropas de Moscú debían entrar en combate el 10 de agosto de 1945, según probanzas proporcionadas por historiadores militares de la antigua Academia de Ciencias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Las armas atómicas formaron parte del paisaje bélico de la Guerra Fría, que se ha renovado.

¿Qué representa la Guerra Fría? Las definiciones abundan, por cierto. Esta vez recurrimos a la formulada por el historiador británico Edward Palmer Thompson: “La Guerra Fría -nos dice- se ha liberado de sus amarras históricas, adquiriendo un impulso con propia inercia.

¿En qué consiste ahora la Guerra Fría? Consiste en sí misma. Nos enfrentamos aquí, en el sentido más sombrío, con la ‘consecuencia de la consecuencia’. Podemos ver la Guerra Fría como una representación montada por dos empresarios rivales, en 1946 ó 1947. El montaje ha crecido más y más; los empresarios han perdido el control, ya que han aparecido administradores, directores, productores y un gran elenco de apoyo, todos los cuales tienen intereses directos en la continuación y expansión de la misma. No importa lo que pase; el espectáculo debe continuar.”

La batalla en contra de la proliferación de las armas nucleares no admite desmayos. Requiere -como la defensa de la libertad- un trabajo constante. Nadie sabe a ciencia cierta la magnitud del arsenal nuclear. Cambiar su matriz para que fuese poco probable recurrir a ellos en una crisis es una de las medidas añoradas. Sea, pues, nuestro objetivo el cero nuclear o que las armas nucleares nunca sean desplegadas, el resultado es el mismo: la no utilización de las armas nucleares. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato?

¿Cómo evitar que las naciones adquieran armas nucleares? ¿Habría que cambiar la doctrina de la disuasión? ¿Exige nuevos mecanismos para amenazar o coaccionar en tiempos de crisis? Es necesario que las reducciones, o los intentos por eliminarlas, vayan unidos a la supresión de los motivos que invitan a poseer tales armas. No es casualidad que en el Tratado de No Proliferación se exhorte al cero nuclear y llame al desarme completo y universal. Ahora bien, si se logra un desarme completo y universal, se tiene ipso facto un cero nuclear.

Pero la realidad indica lo contrario. Sólo basta recordar las bravatas de los dictadores latinoamericanos que llevaron a sus pueblos a guerras innecesarias y armaron sus tropas para que actuaran como ejércitos de ocupación en su propio territorio nacional. Muchos de ellos intentaron incluir sus naciones en el Club Nuclear, con todas los deberes y responsabilidades que ello implica.

La administración Reagan se embarcó en este juego de riesgo. Puso en alerta amarilla a sus tropas y abrió los arsenales nucleares de EEUU y los desplegó alrededor del mundo.

Estuvimos a un tris del holocausto. La Unión Soviética respondió al juego bélico. Faltaba sólo la orden de apretar un botón para que todo volara por los aires.

No era una experiencia nueva, el mundo había vivido crisis semejante. Washington y Moscú se enfrentaron por la instalación de misiles soviéticos en Cuba. La tercera guerra mundial era una realidad. Todos los ejércitos del mundo estaban en alerta máxima mientras la diplomacia vaticana –de la mano de Juan XXIII- hacía enormes esfuerzos para encauzar las negociaciones.

Fue una semana terrible. Bien vale recuperar los testimonios de Paul M. Sweezy y Harry Magdoff, publicados en el mes de septiembre de 1982 en la prestigiosa Monthly Review, en los cuales anotan que “queda el recuerdo siempre vivo de una sensación aterrorizante de que todo podía escurrirse hasta quedar fuera de control. No sólo nadie podía hacer nada independientemente; el mismo Gobierno (de EEUU) que nos representaba se había comprometido hasta el punto de verse inerme.

Por una ironía monumental, que escasamente la imaginación más fértil podía haber soñado, todos, nosotros mismos y nuestro país, de pronto estábamos en manos de un hombre que podía sellar nuestro destino: un ruso y presumiblemente nuestro enemigo mortal. También recordamos el suspiro de alivio y gratitud con el que recibimos la noticia de que ese hombre se había echado atrás, prorrogando nuestras vidas.”

Nos queda, finalmente, un enorme interrogante: ¿Cuál es la posición del Gobierno argentino frente a la proliferación de las armas de destrucción masiva?..

 

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