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Gaspar de Miguel (I)

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Por Carlos Ighina (*)

Gaspar de Miguel, uno de los artistas referenciales de la escultórica cordobesa, había nacido en 1897 en la villa de Abejar, provincia de Soria, comunidad autónoma de Castilla y León. Un poblado muy pequeño como minúsculo se conserva hoy, ubicado al norte de España. Por allí se avanzaba hacia Pinares de Urbión y la cuenca del Duero.
Recibió los óleos en la iglesia parroquial de San Juan Bautista, una antigua iglesia de planta románica, con inicios de construcción en el siglo XVI. Sus paisanos, los abejarucos o abejareños, tenían por patrona a Nuestra Señora del Camino, cuya fiesta daba motivo a romerías inusuales para la casi inalterable paz del lugar.
Sin embargo, las sencillas familias tenían hondas preocupaciones fundadas en la política de preservación que el joven monarca Alfonso XIII llevaba adelante respecto de las últimas posesiones coloniales que España conservaba en África. La dura guerra con centro en las regiones de Ceuta y Melilla, más los sucesos de la llamada semana trágica de 1909, llevaron al rey, que por eso se ganó el mote de “El africano”, a convocar grandes movilizaciones de reservistas y a alistar futuros combatientes que apenas superaban 13 años. Estas medidas estaban inspiradas en el temperamento del presidente del Consejo de Gobierno, Antonio Maura, y gozaban de gran impopularidad.
La “guerra contra los moros” estaba en pleno desarrollo y la angustia crecía en la familia de Miguel, pensando en un futuro tan injusto como incierto para Gaspar, de apenas 12 años, pero a las puertas de una convocatoria pavorosa. Fue entonces cuando tonaron una decisión tan heroica como dolorosa: enviar al niño lejos del escenario bélico, encomendándolo a los parientes de América.
Era 1909 y la mirada de Gaspar, acostumbrada a la cercanía de las pocas casas de Abejar, no alcanzaba para cubrir la anchura del océano y la salazón de la mar se confundía con aquella otra, tan intensa y desconsolada, de sus propias lágrimas. El pueblo de Soria era ya un recuerdo transido, lacerante, donde deambulaban las imágenes de sus padres y sus hermanos sin poder acariciarlas.
Desembarcó a orillas del río de la Plata y Córdoba fue la fragua donde se templó su fuego interno. Como con golpes de cincel fue plasmándose un carácter cuya materia original no era otra que la nobleza, al tiempo que los sentimientos discurrían fulgurantes cual vetas luminosas de finísimo mármol. En Córdoba lo recibieron sus tíos, los Diez, quienes por aquel entonces tenían a su cargo la explotación del Plaza Hotel, de Rivadavia y San Jerónimo, frente a la plaza que aún no llevaba como ornato principal el monumento a San Martín.
El edificio del Plaza Hotel destacaba por su presencia arquitectónica, contrastando con la sencillez urbana del lejano Abejar. Sus importantes salientes, con cuerpos curvos rebajados y decoración de guirnaldas sobre los arcos, le otorgaban magnificencia. Se trataba de un proyecto del arquitecto porteño Carlos Agote, el mismo que dirigió las obras del Palacio Ferreyra, autor en Buenos Aires, por otra parte, de la arquitectura de edificios como el del diario La Prensa, el Palacio Paz –sede del Círculo Militar- y el Club del Progreso, entre otros. La determinación de la construcción del Plaza Hotel en Córdoba estaba gestada dentro del ciclo de las grandes transformaciones de la ciudad, cuando Córdoba trataba de emular a Buenos Aires y Buenos Aires, como se ha dicho, miraba hacia Europa.
Con los mismos temblores emocionales y por idénticas razones, a sus respectivos turnos, siguieron a Gaspar en el itinerario del ostracismo, sus hermanos menores Martín y Ramón, quienes también hallaron contención con los tíos Diez. Martín llegaría a gerente del hotel, además de ser el propietario de la Casa Remington, de calle 9 de Julio 250, mientras que Ramón asumiría con el tiempo las responsabilidades de encargado de cuentas en el mismo establecimiento.
Los dueños del Plaza Hotel se preocuparon de brindarle a Gaspar una buena educación y lo enviaron a cursar el secundario en el desaparecido Colegio Francés, pero el forzado inmigrante no cejó jamás en una entrega laboral extenuante que retribuía con creces los cuidados recibidos.
Abrumadora fue aquella jornada del 18 de noviembre de 1913, cuando el personal del hotel y Gaspar debieron movilizarse prácticamente a las apuradas ante el arribo a la estación Alta Córdoba del vagón blanco cedido por la Presidencia de la Nación a quien había sido dos veces presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt, y su comitiva. Roosevelt tenía un acotado programa de actividades que incluía dos comidas en el Plaza y un breve descanso en una de sus habitaciones, pues esa misma noche debía proseguir viaje a Mendoza.
Otros momentos de ajetreo fueron los ocurridos en 1918, esta vez en compañía de sus hermanos ya llegados de España, con el alojamiento del doctor Nicolás Matienzo, designado por Yrigoyen interventor en la Universidad de Córdoba, quien llegó al hotel jubilosamente aclamado a lo largo de su traslado desde la estación del Ferrocarril Central Argentino por la calle San Jerónimo. Apoyado en uno de los balcones del Plaza Hotel, Matienzo prometió, en plena efervescencia del movimiento de la Reforma Universitaria, “hacer lo necesario para imprimir ciencia y verdad para la vida universitaria”.

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