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Falsas dicotomías entre lo público y lo privado

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Una vieja disputa ideológica que venimos arrastrando desde hace décadas los argentinos es la que, equivocadamente -a nuestro entender-, postula el enfrentamiento entre la actividad del Estado y la actividad privada.

Como si una fuera incompatible con la otra. Para peor, no pocas veces dicha postulación adquiere rasgos de marcado maniqueísmo: no sólo una es mejor que la otra sino que directamente una reviste todo los rasgos virtuosos posibles y la otra carga con todas la depravaciones imaginables.

Desde que William Shakespeare inmortalizara en su obra Romeo y Julieta el antagonismo entre los Montesco y los Capuleto, pocas veces una antinomia ha sido tan persistente en el tiempo como la antes expresada.

De acuerdo con el color de la bandera que se enarbole, habrá defensores acérrimos del Estado y enemigos con igual grado de sentimiento de la actividad privada, o viceversa. No hace falta esforzarse mucho para recordar en nuestra historia reciente cómo los distintos los gobiernos aumentaron o disminuyeron la injerencia del Estado en la actividad económica, y a la luz de cómo nos ha ido, los resultados en ambos casos no han sido los óptimos.

El gobierno anterior, asumiendo una posición pro Estado empresario, aumentó, en los últimos años, el gasto público fuertemente (en la última década, de 21% del PBI a 38%), en tanto que el nuevo gobierno, ubicado en la vereda de enfrente, busca la manera de bajarlo.

¿Es genuina esta disputa respecto de expandir o no el gasto público? El problema no es si el Estado debe o no gastar sino en qué lo hace. El gasto inútil, público o privado, ya sea en nuestro hogar o en el hogar de todos -la Nación-, siempre a la larga o a la corta trae problemas.

Pero tampoco perdemos de vista que, por el lugar del mundo en que estamos, por el grado de desarrollo socioeconómico que tenemos y por los millones de compatriotas en situaciones de riesgo social, nuestro Estado debe ser, necesariamente, un poco más grande y con mayores funciones que el suizo o el de Mónaco.

Un buen parámetro es ver qué ocurre en el mundo con el gasto público. De acuerdo con un informe reciente de Idesa, en los países nórdicos el gasto público oscila alrededor de 50% del PBI; aquí se inscriben Finlandia (58%), Dinamarca (57%), Suecia (50%) y Noruega (45%).

En países como Australia (40%), Canadá (37%) o Estados Unidos (36%), el gasto público se ubica en el orden de 40% del PBI. Si observamos a nuestros vecinos, tenemos a Uruguay con 32% o Chile con 26%. En promedio, en la región, el gasto público se ubica en el rango de 30% del PBI.

Las estadísticas señaladas nos muestran que hay países que lograron los más altos niveles de desarrollo social con un gasto público alto, mientras que hay países que cuentan con un sector público proporcionalmente más chico -menor que el de nuestro país-, y que también han logrado altos niveles de vida.

¿Qué significa todo ello? Que los niveles de prosperidad y desarrollo de los países no van unidos a un mayor gasto público ni a que el Estado desaparezca de la actividad económica.

Aquí el gran tema, que pocos tocan, es cómo el Estado distribuye la riqueza que el país produce.

En tal sentido, la actividad privada es fundamental para generar riquezas, pero también lo es el Estado para asegurar una distribución que no lesione valores fundantes de los derechos humanos, categoría que no se agota en lo político sino que comprende también lo económico y social. Esto obliga a no debilitar el Estado sino que, por el contrario, es imperioso fortalecerlo.

Pero esa fortaleza no significa tener un Estado omnipresente y encargado de funciones que superan sus recursos, humanos o materiales, ya que de nada sirve tener una sobrepoblación de empleos en la imprenta del Congreso, por ejemplo, si faltan asistentes sociales, maestros o policías.

La pobreza no disminuye por el mero incremento de puestos públicos si no son consecuencia de la necesidad de prestar mejores servicios o cubrir deficiencias en salud, educación pública, por decir sólo dos áreas centrales. Eso no borra desigualdades en el acceso al mercado laboral ni mejora la inclusión social.

Creemos, en definitiva, que necesitamos un Estado presente que asigne y administre eficientemente sus recursos. Pero para que ello ocurra, es necesario eliminar la corrupción, los subsidios a gente de altos recursos, los “ñoquis” y demás gastos que además de no beneficiar a los que menos tienen, por el contrario ayudan a aumentar la desigualdad, creando sólo bolsones de privilegio para unos pocos en detrimento de lo que deberían recibir muchos otros compatriotas suyos.

Finalmente, creemos que es necesario planificar políticas robustas que ayuden a desarrollar nuestro país y, para ello, entendemos que hay que dejar de lado la antinomia señalada y tratar de racionalizar la relación entre Estado y actividad privada. Eso comienza con reconocer la mutua necesidad de una y otra, y principiar a desarrollar canales de articulación en beneficio de todos.

* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. Abogado, magister en Derecho y Argumentación Jurídica

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