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Europa continental busca su identidad comunitaria

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 Por Silverio E. Escudero

Europa, en medio de la crisis política y económica que provocan los dimes y diretes de la salida de Gran Bretaña de la comunidad europea, ordenó a sus organismos de asesoramiento un repaso de la historia continental. Revisión que pretende tener a mano instrumentos diplomáticos y políticos que permitieron superar tensiones cuasi permanentes entre Alemania y Francia, los motores económicos del viejo continente.
Uno de esos instrumentos, objeto de un detenido estudio, es el Tratado del Elíseo, fue suscripto el 22 de enero de 1963 por el presidente de Francia, Charles de Gaulle, y el canciller de Alemania Occidental, Konrad Adenauer. El acuerdo fue una de las piedras angulares sobre la que se edificó la estabilidad europea.
Su consecución fue producto de una ardua y compleja negociación, donde lo simbólico tuvo un alto valor. Los firmantes que se habían encontrado 15 veces y gastado más de 150 horas en discusiones profundas, cavilaron cada uno de sus gestos y midieron sus resultantes. Por eso fueron medrosos en el abrazo público, aunque asistieron emocionados al desfile militar conjunto, allá por julio de 1962, en un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial y rezaron juntos en la catedral de Notre Dame de Reims, iglesia donde se habían coronado 33 reyes.
El tratado, con el transcurso del tiempo, fue el fundamento de una intensa cooperación bilateral. Tanto en los campos de la política, la economía, la cultura y la sociedad como para la integración europea, donde la definitiva reconciliación franco-alemana ha prestado una contribución decisiva. Argumentos que también sirvieron para el otorgamiento -en 2012- del Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea.
Le tocó a Adenauer bailar con la más fea. De Gaulle desconfiaba hasta de su sombra y descreía del protagonismo de la Comunidad Económica Europea y recelaba de los funcionarios de Bruselas. Pensaba Europa como concepto político. Idea que años después motorizó Mijaíl Gorbachov cuando -aunque de manera difusa- esbozó la idea de la “Casa Común”, que se vio abortada con su caída y el resurgimiento del nacionalismo ruso que significó, para todo el continente, una grave involución y un riesgo de guerra permanente, cuyas consecuencias están lejos aún de ser valoradas.
Quizás la mayor creación del tratado -y ahí su fortaleza- fue la obligación para el presidente de la República y el canciller de reunirse al menos dos veces por año y más a menudo los equipos ministeriales y de coordinación, estableciendo en el primer protocolo la obligación de buscar políticas de consenso en materia de defensa y seguridad. Añadiendo, en 1988, igual compromiso en cuanto a lo presupuestario y económico, reconociendo a cada parte contratante el “derecho de inspección” sin que ello haga mella al orgullo nacional de los contratantes.
Si bien Charles de Gaulle y Konrad Adenauer fueron amigos, la fortaleza institucional del tratado permitió superar escollos en tiempos en que las relaciones personales estuviesen resentidas o no existieran. George Pompidou acabó apoyando a Willy Brandt en su búsqueda de normalizar las relaciones políticas y económicas con los países del Este -que culminó con la reunificación alemana- bajo la órbita política de Moscú y limitados en su soberanía por el Pacto de Varsovia. Ocasión que aprovechó Pompidou, cuando todo era incierto, para ejercer la paciencia política. Una virtud cardinal escasa en este tiempo demasiado convulsionado por rispideces propias de comunicaciones deficientes, incultura e intemperancias.
Los lazos personales, que a veces revolucionan las relaciones los pueblos, entre estos dirigentes europeos fueron, por lo general, correctos. Ahí vemos, en el registro histórico, el esfuerzo conjunto de Helmut Schmidt y Valéry Giscard d’Estaing, desempantanando la nave común mientras hacían entender que era menester “sustituir las pequeñas monedas nacionales por una divisa europea común porque todas juntas no tienen peso suficiente para resistir las salvajes especulaciones y turbulencias de los mercados financieros mundiales”, según anota Helmut Schmidt en su cuasi imprescindible libro titulado Fuera de servicio, editado en Barcelona, allá por 2009. Es posible encontrarlo en buenas bibliotecas, librerías y mesas de saldos editoriales.
Las crisis del dólar, moneda ancla de los acuerdos de Bretton Woods (el final de su convertibilidad), desordenó el mercado de monedas de Europa, razón suficiente para que alemanes y franceses debieran salir al ruedo y capear el temporal. Fue el Sistema Monetario Europeo, por un instante, el abrigo necesario en medio del caos. Pero sucumbió en medio de la tormenta por la enorme seguidilla de devaluaciones y revaluaciones que sufrió el dólar, que tenía a comienzos de los noventas el comportamiento de una veleta, según la sagaz mirada de Schmidt (Ver Hombres y poder, Plaza, Barcelona, 1989.)
Cuando fue el tiempo de Hemult Kohl y François Mitterrand, Europa contó con la ayuda excepcional de Jacques Delors, el arquitecto de la moneda única. Como presidente de la Comisión Europea, increpó a los políticos de su tiempo por “hacer demasiado poco, demasiado tarde” y que las crisis tienen por principales gestores a los ministros de Finanzas “que no quieren ver nada desagradable que se verían obligados a tratar.”
La búsqueda de las raíces más profundas de la Europa Comunitaria, se nos dice, compromete a todos. Mucho hay que restaurar.
La presencia británica desde 1972 generó más daños que beneficios. “¿Por qué ahora se aferran a subterfugios para permanecer, si éramos tan malos?”, vociferó un eurodiputado mediterráneo. “¿Será menester tirarlos al Canal de la Mancha para concluir con este drama?”, concluyó, en medio de un atronador aplauso.
¿La nueva guerra intraeuropea tendrá como contendientes a Gran Bretaña y Europa continental, como en los tiempos napoleónicos?

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