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Etnografía de los tratos desconsiderados, injuriantes y ofensivos de jueces/zas con abogados/as

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Por Armando S. Andruet (h) twitter: @armandosandruet

La práctica judicial tiende, en muchas ocasiones, a mantener la circunspección, el cuidado y la atención no solo respecto a lo se hace, dice o publica en redes sociales, sino también en  aquellos tratos que se generan en la realización de la actividad jurisdiccional. Sobre este último ámbito me habré de detener en esta ocasión.

A tal efecto basta con ilustrar que cuando el juez/a, en su labor jurisdiccional, evidencia comportamientos en el trato discursivo que no cuidan los extremos apuntados más arriba, su operación deja de tener la «prolijidad» que es siempre esperable como accionar por parte de un juez/a. 

Bajo el concepto de «prolijidad» se instala un múltiple conjunto de acciones que, en el diario trajinar de situaciones de tensión y gravedad que de ordinario se producen en la vida forense, hay que preservar cuando es posible. Sabiendo también que las prácticas forenses se llevan a cabo en un lugar de no hospitalidad sino de hostilidad, como son los tribunales. En tal ámbito, los intereses que están en juego son contrapuestos y existe alguien que quiere triunfar en todo, lo que implica que el otro deberá perder también en todo. 

Sin embargo, el problema en conflicto no es del juez/a sino de las partes del litigio -al menos en el ámbito civil, puesto que en el penal o público en general hay otros intereses y compromisos que la función judicial debe garantizar-. Por ello, la figura del juez/a en su rol como sujeto desinteresado, independiente e imparcial es la que tiene que resolver la disputa y no convertirse en un agente promotor de nuevos conflictos, no ya entre las partes sino direccionado desde él hacia alguno de los letrados que intervienen en el pleito. 

Tales situaciones, a su vez, cuando suceden, tienen su origen en diversas causalidades. Habrá algunas referidas a la manera como se ejercitan los derechos y otras que comprometerán directamente la sustancialidad del derecho que se invoca. 

Las últimas, como es propio, se resuelven acogiendo o denegando la pretensión. Las primeras ingresan en un espinel diverso de circunstancias, momentos y sensibilidades. Sin embargo, existe alguna variable que parece tener más persistencia que otras, que puede ser un punto de debilidad de muchos jueces/zas y que hacen al deterioro de las relaciones entre abogados y jueces.

A tal aspecto, considero importante calificarlo como una suerte de «abuso de una posición dominante» por el juez/a, que es genuino que como tal exista puesto que su presencia de rol está centrada en resolver el conflicto y, por lo tanto, es de «primus inter pares», de lo cual no hay dudas. Mas como todas las cuestiones, el problema se materializa cuando existe exceso. 

Aquello que en poco es bueno, en demasía se convierte en dañino. 

Esa emboscada es generada por la propia naturaleza humana, en especial a las personas que tienen una función de poder -grande o pequeño-. Sobre tal «genio maligno» -diría Descartes- hay que estar muy atento. En especial cuando quien tiene el poder es un juez/a a quien, en el contexto de la vida comunitaria, se le aplican asignaciones valóricas de mayor compromiso que a otros ciudadanos. 

Por ello, tantas veces se indica acerca de la ejemplaridad que ellos deben brindar. 

Así entonces, me estoy refiriendo a un entorno delicado, en el cual se dan cita en manera amorfa situaciones en las cuales se configura (i) una clara realización descontrolada por los jueces/zas y, por ello, al fin y al cabo torpe o burda; frente a aquella otra (ii), cuidada y elegante, pero que en rigor de verdad es también pulverizante para el letrado que es afectado por ella. 

Todo lo cual parece volver a instalar el tópico del problema, no en la cuestión de qué cosa es la que se dice sino en la manera como ella es dicha. Si bien puede ser ello una aproximación un tanto más fidedigna del problema, tampoco termina por circunscribirlo en su totalidad.

En la primera formulación, el juez/a que interviene -que al menos podemos calificarla de persona tosca- no conoce de giros, tiene un vocabulario estrecho y no sabe educadamente decir aquellas cuestiones que no han estado bien en la pieza procesal del abogado/a. En el otro supuesto, el juez/a es cuidadoso de la sintaxis, maneja un discurso equilibrado, conoce además cómo utilizar las figuras y los tropos, y se vale de tales piezas del lenguaje para decir algo grave y serio respecto a un cierto comportamiento abogadil, sin decirlo de manera agraviante. 

Mas no por ello el auditorio deja de comprender inequívocamente lo que se ha dicho, sin perjuicio de que por su expresión resulte al lector como más melodioso; pero es igualmente grave.

En esos entornos de juegos de ejercitar la función judicial se puede actuar con puño de acero y guante de seda; o simplemente mostrar el puño con el reluciente metal a la vista y con ello presentar desde el inicio la pretensión de postrar al abogado dialéctico que ha desbordado su presentación con ostensibles defectos gramaticales, ortográficos y sintácticos, a los que ha sumado desatinos de formación jurídica y abogadil de naturaleza básica.

Sobre tal orden de cuestiones materiales he reflexionado en mi recorrido biográfico como juez. Ellas han existido siempre. 

Sin embargo, en el tiempo presente aparecen tales «escenas de la práctica judicial» con mayor recurrencia y, por lo tanto, nos provocan extrañeza y naturalmente tristeza por ese incremento de tratos inadecuados que los jueces/zas brindan a los litigantes hombres y mujeres respecto a sus estrategias procesales; las descalifican indebidamente por haber sido inadecuadas y suman, a veces, los errores quizás groseros que ciertamente los abogados/as cometen en sus presentaciones. 

La cuestión presentada, corriente para todos, la quiero centralizar entonces en si los jueces/zas tienen la autoridad suficiente en orden a su rol de directores del proceso, en ejercitar una suerte de «paternalismo judicial», haciendo saber los defectos que una pieza procesal presentada por los abogados posee. En el caso de tenerlos, si por ese solo hecho resulta posible colocar en el pronunciamiento apreciaciones que no parecen ser respetuosas para con dicho profesional y, por lo tanto, habilitan una instancia de afectación compatible con un menoscabo en su personalidad. 

Naturalmente, no hay ninguna duda de que todos quienes transitan a diario los pasillos de los tribunales coinciden respecto a que los jueces/zas pueden y de hecho hacen dichas realizaciones (puesto que la función judicial en cabeza del juez/a exige, no solo asegurar con su accionar el imperio de la ley sino también el cuidado que el ejercicio de las prácticas profesionales no banalice la realización de justicia que se invocan los letrados, cuando defienden los intereses de sus clientes).

Aunque debemos señalar que pueden cumplir dichos actos al amparo de la competencia que poseen, siempre y cuando el juicio de la apreciación negativa que a dicho respecto se formule en contra del letrado no concluya en la configuración de una utilización del argumento ofensivo ad hominem que, a todas luces, resulta excesivo. 

Como se puede apreciar, tal consideración parece tener una cierta consistencia desde el punto de vista teórico. Sin embargo, cuando hay que ponerla en el terreno de los hechos, la cuestión tiende a ser bastante menos precisa y queda sujeta a un juicio opinable de natural laxitud.

Por de pronto cabe indicar, como ejemplo, que no es lo mismo (i) destacar la cantidad de errores ortográficos que una pieza procesal de parte pueda tener -con independencia deque se marquen ellos textualmente-, (ii) que solo destacar que en realidad el abogado autor de dichas defecciones ortográficas hace con ello un ejercicio profesional incompatible con la misma abogacía.

En el primer supuesto, parece existir toda la objetividad que se marca a partir de la información textual de los múltiples errores ortográficos. En la segunda opción son los errores ortográficos un emplazamiento fáctico que permite ir mucho más allá de ellos y concluir en un juicio que parece nutrirse más en lo ofensivo que en la mera defección de no conocer las reglas ortográficas. 

El mencionado punto de inflexión en el que el reproche por la desatención de reglas básicas de la ortografía o la gramática escalan a las mismas incompetencias sustantivas de los letrados/as, es la línea en la que sería conveniente que el juez/a nunca estuviera. Sin embargo, es notorio que dichos tratos de falta de cortesía, educación y urbanidad judicial son cada vez más frecuentes. 

Que existan objetivamente letrados/as que, más allá de su título profesional, hacen gala objetiva de ser personas rústicas, nunca es razón para el destrato, pero tampoco se puede ser condescendiente con ellos. 

Sin embargo, son tiempos los actuales en los que hay que cuidar en extremo que lo admonitorio en el reproche del juez/a no se comprenda como encubriendo miradas prejuiciosas de cualquier tipo.

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