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El proceso a un mariscal de Francia

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Fue el juicio más importante de la posguerra francesa

Por Luis R. Carranza Torres

Arde el verano parisino fuera de esa sala del Palais de Justice donde se inicia el juicio por alta traición al mariscal de Francia Henri Philippe Pétain. Pero dentro de ella, en virtud de dicho proceso, la temperatura no es menor.
Luego de que el acusado ingresó bajo escolta y vistiendo su uniforme militar a la sala, el presidente del tribunal, el juez Mongibeaux, cuya toga roja de magistrado contrasta con la blanquísima barba, dice lo que todos los llamados a juzgar a Pétain, 3 jueces y 24 jurados, tienen en claro: “Si nosotros juzgamos aquí a un acusado, la Historia juzgará un día a los jueces”.
A nadie se le escapa la importancia para la vida de ese momento en Francia o la importancia histórica para la posteridad que trae acarreado el proceso que se inicia.
Acto seguido, Jacques Isorni, el abogado defensor del Pétain, plantea la incompetencia del tribunal. Es uno de los abogados más brillantes y exitosos del país. Prueba de esa inteligencia es haber estudiado en la Universidad de París las licenciaturas en Derecho y en Literatura al mismo tiempo. Al jurar como abogado en 1931, se convirtió en el más joven de los letrados de Francia; tenía escasos 20 años. A partir de allí se forjó una reputación como defensor heterodoxo, innovador en las estrategias jurídicas, con una alta tasa de éxito en sus casos.
Durante la guerra, una ley aprobada por el gobierno de Vichy -dirigido por su futuro defendido-, en la línea de las tonterías pseudorraciales nazis, le prohibió ejercer la abogacía por no ser “completamente francés”,. ya que su padre había sido un inmigrante suizo. Tras mover influencia, estuvo en una norma complementaria que aceptaba que continuara su ejercicio legal un listado de abogados “prominentes” en el que él fue incluido, retornando a su profesión.
Si algún letrado en toda Francia podía sacar bien librado al anciano mariscal del proceso en que se hallaba envuelto, ése era claramente Jacques Isorni.

Sin embargo, de inicio su planteo sobre la incompetencia es rechazado de plano por el tribunal, pasándose a leer la acusación.
Al acusado se le imputa haber tenido una voluntad de complacencia con el enemigo, y como jefe del Estado haber sido “un asociado” de Adolf Hitler. En definitiva, se presentan dos cargos genéricos de “atentado contra la seguridad interior del Estado” y “colaboración con el enemigo”.
El acto siguiente es el interrogatorio al reo por parte del tribunal, pero Pétain pide leer una declaración escrita y se le concede. En ella expresa que fue el pueblo francés quien le entregó el poder, por lo que su obligación es responder ante ese pueblo y no ante el tribunal. En definitiva, no es más que la repetición del planteo de incompetencia ya rechazado. “No responderé a ninguna pregunta”, termina diciendo, para refugiarse en un silencio ausente que en contadas oportunidades quebraría en los días subsiguientes.
A lo largo de la vista de la causa desfilan grandes figuras políticas, como los ex jefes de Gobierno Herriot, Blum, Daladier, Reynaud y el último presidente de la III República. Todos hablan de traición. La más emotiva de las testimoniales es la declaración del presidente del colegio de abogados, Paul Arrighi, miembro de la resistencia y deportado, al narrar cómo vió morir a su hijo en el campo de Mauthausen.
En los alegatos, el fiscal Mornet es demoledor. Descarta de plano la tesis de que gracias a la colaboración del mariscal con los alemanes se ahorró sufrimiento al pueblo francés. Y muestra las cifras terribles de los cuatro años de ocupación nazi: 150.000 franceses fusilados, los 750.000 trabajadores forzados, 100.000 exiliados y un cuarto de millón de deportados, así como la entrega a la Gestapo de 120.000 judíos franceses de los cuales sólo sobrevivieron 1.500. A otros países, como Bélgica o Dinamarca, también ocupados, les fue mucho mejor sin ningún tipo de colaboración con Hitler. La defensa, por su parte, pide la absolución de todos los cargos.
Para peor, a lo largo del proceso, el reo -de 89 años- evidencia cada vez más signos de demencia senil. Al punto de que cuando se decide la sentencia, que por 14 votos contra 13 lo condena a la pena de muerte y “a la indignidad nacional”, y le es leída, Pétain parece no apercibirse de ello y le pregunta, confuso, a su abogado: “¿Qué es lo que pasa?”.

Pese a todo lo ocurrido, no existe inquina respecto del condenado. El propio tribunal recomienda conmutar la sentencia por cadena perpetua, a causa de la avanzada edad. De Gaulle accede. No termina de gustarle fusilar a un mariscal de Francia, quien además ha sido superior suyo en el ejército. Philippe Pétain es corrido de la escena nacional y recluido en Fort du Portalet primero y luego en Fort de la Citadelle, en la Isla de Yeu, donde fallecería seis años más tarde.
Era el final de un drama incómodo para todos y sigue siendo al presente una de las páginas más discutidas de la historia de Francia.

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