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El enigmático don Cristóbal

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Pocos personajes de la historia universal tienen tantos “agujeros negros” en su biografía como Cristóbal Colón. Y aún menos sucesos de la historia de la humanidad han sido perpetuados más desde el mito que de la realidad de los hechos que el descubrimiento de América.

Por Luis R. Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong

Respecto a Colón, su lugar de nacimiento, si era de origen noble o plebeyo, su sapiencia técnica o ignorancias, si concibió la empresa por soñador o por ambicioso, si apoyaba su persistencia en navegar al oeste en conocimientos ciertos, o sólo en delirios afortunados, son todavía en el presente materia de debate entre sus biógrafos e historiadores.

Si algo debe reconocérsele a Cristóbal Colón es su tozudez.  Para bien o para mal, su personalidad se articulaba en derredor de ella. Contra lo que comúnmente se supone, no era un buen navegante -perdió varios barcos como capitán, incluida la propia Santa María- ni ningún visionario.

La idea de la redondez de la Tierra era cosa sabida desde la antigüedad y aceptada en su tiempo. Entre otros, San Isidoro de Sevilla, San Alberto Magno y hasta Roger Bacon la aceptaban como cosa común.

El problema residía en cuán grande era la esfera y su más práctica consecuencia: la distancia entre Europa y Asia por el occidente.

Colón, en su primera presentación ante los expertos de los reyes, había echado mapas, hojas con cálculos e instrumentos varios de medición para probar el punto de su teoría: tal viaje era posible porque las tierras castellanas estaban separadas de los dominios del Gran Kan en Oriente por 2.500 millas náuticas; 3.000, como mucho. El Atlántico es para él un océano estrecho.

Los expertos le contestan que la distancia anda por las 10.000 millas. Lo cual supone un trecho imposible de salvar con las naves de la época. Y estaban, como sabemos hoy, en lo cierto respecto de la distancia a lla tierra.

Lo que ni al empecinado y flojo de cálculo Colón ni a los expertos reales se les pasó por la mollera es que nuestro continente pudiese estar el medio del camino occidental entre Europa y Oriente. Es por eso que, a fuerza de ser sinceros, más que Colón descubrir América, América salvó a Colón. Tanto su vida como su lugar en la historia.

Poco se sabe que el principal obstáculo para el inicio de la empresa fue el propio Colón, que a la decisión del  apoyo real de parte de los monarcas católicos para realizar la empresa le contesta con una larga serie de pretensiones adicionales, nunca habladas antes: quiere ser virrey, gobernador, justicia de todo lo que descubra o gane por sí, a más de almirante de la mar Océano que venga incluida. Más de lo que nunca se ha dado a ninguno, de parte de la corona. Parecería que quisiera que le dijeran que no. Como de costumbre, Colón no sabe entender razones ni permite negociación alguna. Entre tira y afloja se logra cerrar el trato.

Tampoco la historia ha reparado demasiado en el papel que le cupo a Martín Alonso Pinzón, acaudalado armador y experto piloto de mar. Fue gracias a su prestigio que los recelosos marinos onubenses aceptaron enrolarse en la empresa y que se consiguió el resto del dinero para comprar aparejos y provisiones. Siendo él también quien, ya en la travesía, redujo un conato de rebelión cuando pasaron más de dos meses sin avistar tierra, y el que pudo convencer a Colón finalmente de torcer el rumbo al sudoeste, desde el grado 28 de latitud norte que seguían, siendo por tal cambio que pronto comenzaron a ver ramas flotantes, pájaros y otros signos inequívocos de que se acercaban a una costa.

Más allá de todo, por supuesto que nadie niega los riesgos ni los logros de la empresa. La Pinta y la Niña eran carabelas pequeñas, con poco más de 21 metros de eslora o largo, y tres palos cada una. Por su parte, la Santa María era un nao o carraca de casi 30 metros de eslora y tres mástiles -la más lenta de todas y la única armada-. Por lo que, contra lo que comúnmente se dice, la diminuta flota descubridora no estaba compuesta por tres carabelas sino tan sólo por dos más una carraca.

En ellas atravesaron el Atlántico de Europa hacia América, en poco más de dos meses y a poco menos de diez nudos por hora de promedio. Sin saber, a ciencia cierta, muy bien qué ruta tomar y dependiendo por completo del viento para avanzar.

Es por ello que, más allá de sus mitos y de la subsiguiente polémica respecto de la conquista, no deja la empresa de Don Cristóbal de resultar un viaje digno de recordarse. Es una muestra como pocas del espíritu humano y de cómo la perseverancia de unos pocos puede lograr lo impensable para casi todos.

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