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De nombres y padres fundadores

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Lengua castellana mía, lengua de miel en el canto,
de viento recio en la ofensa,
de brisa suave en el llanto.

La de los gritos de guerra más osados y más grandes,
¡la que es cantar en España
y vidalita en los Andes!

Elogio de la lengua castellana – Juana de Ibarbourou

Por Alicia Migliore (*)

Cuando perdemos las voces de nuestros padres nuestros nombres parecen distintos, carentes, vacíos. Nunca más las letras que los componen sonarán con idéntica cadencia. Tal vez por las infinitas marchas y contramarchas que debieron afrontar para nombrarnos; superar compromisos y mandatos, buscar la representación del destino que soñaban para nosotros. Ellos nos nombraban, emplazaban a su prole en el mundo y también nombraban el mundo para nosotros.
¡Qué poder maravilloso asociado a la vida que alumbraban! Un nuevo ser en el mundo y un mundo nuevo que redescubrían para ese ser. Un poder fascinante que permanece vibrando en cada célula viva mientras pasan los años y la historia se repite, generación tras generación.
Son los vínculos de la maternidad y la paternidad tan determinantes y potentes que se proyectan en todas las ciencias.

Serán ellos los culpables de todas nuestras pequeñeces y grandezas, a la luz de superficiales estudios freudianos; discutirán la mayor responsabilidad en la carga genética, según avancen las nuevas investigaciones científicas; responderán moral y materialmente por nuestros yerros; celebrarán asociada y justificadamente nuestros logros; y continuarán produciendo efectos más allá de sus propias vidas, mientras duren las nuestras.
Será por eso que quienes acceden al poder en cualquiera de sus formas pretenden ejercer una suerte (o desgracia) de paternidad no solicitada.
En ese derrotero de emular la potencia fundante de los padres, se sienten fundadores: pretenden volver a gestarnos dependientes como niños y ofrecernos un nuevo mundo “nombrado” según sus propios criterios. Les agrada que se los llame “padres fundadores”. Sienten que el mundo y la vida, como la fiesta, comienzan exactamente cuando ellos llegan.
La palabra y los nombres nos construyen.

Son nuestra historia colectiva y nuestras historias personales. Con el mismo criterio de búsqueda incesante que afrontaron para nombrarnos como personas individualmente, los pueblos y sociedades nombraron sus hitos y elaboraron las toponimias que aludieran a memorias anteriores, cuyos pasos seguimos.
La impronta de quienes intervienen activamente en la cuestión pública va dejando sus rastros en el paisaje urbano y rural: será una calle, un sendero, un monolito, un monumento, una escuela, un hospital… con nombres jalonando luchas, etapas, conquistas.
La fiebre nombradora apasionada de los totalitarismos siempre ha generado su movimiento contrario para recuperar el equilibrio colectivo, y nuestra sociedad repite hasta el hartazgo la misma conducta: nombra, renombra y vuelve a nombrar.

El afán del registro de los nombres en la historia nos permite encontrar perlitas divertidas en el bronce: testimonio de vanidades, existieron placas en las cuales se incluía en la nómina el nombre de funcionarios con la aclaración entre paréntesis “en uso de licencia”. Advertidos de semejante barbaridad, se retiraba la placa para bruñir el bronce nuevamente, retirando ¡solamente la aclaración!
A pesar de esos ridículos abusos, antes del incremento del valor del bronce, que posibilitó la sospechosa epidemia de robos de placas, era un modo de recorrer nuestra historia leer las placas en edificios públicos y demás referencias urbanas.
Decimos sospechosa porque en lugar de combatirla y erradicarla, o al menos paliar sus desapariciones, reponiéndolas tal como eran, las placas se evaporaron sin más y con ellas el testimonio de un tiempo o un evento o un protagonista. Ya no construyen memoria: sólo nostalgia en los memoriosos.

A esa actitud nos referimos: cuando se rompe el anclaje con aquella cadencia de la historia que nos precede, la palabra se vacía; el nombre no nombra y el mundo se torna inseguro y hostil.
Se anuncia a todas voces el próximo Congreso Internacional de la Lengua Española. Nuestra lengua, la que nos cubre de palabras balbuceadas en la primera infancia hasta la hora de morir, la que usamos en canciones y poemas, la que otorga el sentido necesario para comunicarnos y transmitir vivencias de generación en generación.
¿Hasta dónde llega la superficialidad de la hora que torna la palabra equívoca para depreciar la historia? La lengua es bella por su connotación, porque conlleva un contenido, un mensaje que permanece más allá de nuestra propia existencia, siempre que se respete el pasado para vivir el presente proyectando el futuro.
Son demasiados los nombres desaparecidos por depredación, por omisión, por olvido, por intención.

Son los nombres de mujeres destacadas que el poder de su tiempo lapidó por ajustarse a los cánones impuestos.
Son los nombres de varones que lucharon y cosecharon ingratas mezquindades de quienes luego ejercieron el poder.
Los nombres desaparecidos seguramente sonaban distinto en las voces de sus padres; pero también tienen una extraña cadencia en las voces de quienes los recordamos con afecto y admiración sin hallar su registro. Podemos imaginar también la musicalidad que imprima el asombro, cuando un niño descubra ese nombre y lo memorice para indagarlo.
Banalidad y sociedad líquida marchan al mismo ritmo que la palabra vacua y los nombres actuales, sin ancestros. Proponemos recuperar el valor de la palabra: volver a nombrarnos unos a otros, recuperando a quienes estuvieron imaginando, construyendo, amando esta sociedad imperfecta que integramos.

Será entonces ése el desafío que deberemos afrontar quienes creemos en la necesidad de construir una sociedad más armónica: rescatemos los nombres olvidados y las palabras indispensables para recorrer los caminos de nuestra historia, con sus claros y oscuros. De ambas instancias podremos servirnos para mejorar el recorrido que nos conduzca a mejor destino.
Ese modo que los poderosos de turno consideran fundante nos condena al exilio en nuestro propio hábitat: se desconoce lo vivido como si sólo se tratara de alucinaciones afiebradas, para que lleguen luego otros personajes decididos a construir una nueva ilusión con diferentes nombres.
Convocamos al recuerdo y a la reparación: que no nos colonicen la memoria, por reiterados, los nombres de la farándula o de la delincuencia; que quienes tienen el poder de nombrar en cualquier espacio o medio recuperen paradigmas que merezcan imitarse, que los nombres de aquellos que hicieron buenas cosas permanezcan para su valorización.

Larga será la lista que podremos elaborar conjuntamente y serán los nombres de mujeres y varones potentes que dejaron en esta querida ciudad una señal que subsiste: rescatarlos les hará saber que los duendes de “la Docta” no los olvidan.

(*) Abogada-ensayista. Autora de los libros Mujeres reales y Ser mujer en política

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