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Corsarios de la independencia

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Las revoluciones de la independencia hispanoamericana han sido vistas como epopeyas de batallas libradas en tierra, mostrando a los vencedores y sobre todo a sus jefes como los mayores héroes nacionales. Pero también la guerra en el mar merece la evocación histórica. Es preciso afirmar que esa guerra en el mar fue tan importante como la terrestre y que fue un factor decisivo para el triunfo de las revoluciones. La magnitud de esa actividad y su trascendencia no han sido destacadas aun en toda su importancia.

España perdió sus colonias al perder el dominio del mar, en un proceso que se inició en Trafalgar (1805) y al ser destruido luego su comercio internacional, principalmente el ultramarino con sus colonias, de donde venían materias primas y metales preciosos que a su vez hacían positiva su balanza comercial en los intercambios con otras naciones europeas; esto constituía la grandeza del imperio. Aquel combate significó la herida de muerte del poder marítimo español y debería ser considerado entre los antecedentes inmediatos de las revoluciones de independencia hispanoamericana.

Otro aspecto significativo es que la guerra en el mar puso de relieve el carácter internacional de las independencias. En efecto, fue en el mar donde se hizo más ostensible la gravitación de las naciones extranjeras. En consecuencia, un mejor conocimiento de esta cuestión y su inserción en la generalidad de los conflictos conduce a un mayor reconocimiento de la internacionalización del proceso de emancipación.

Esta guerra fue protagonizada principalmente por hombres que quedaron licenciados o desocupados al término de las guerras napoleónicas: los corsarios. No es fácil caracterizar a esta especie humana, comenzando por sus variadas nacionalidades; eran franceses, irlandeses, italianos, estadounidenses y aún de otras nacionalidades, pero tomaron la bandera de los revolucionarios, las enarbolaron en sus navíos y se lanzaron al mar para combatir a favor de los ideales de la independencia y de la formación de las nuevas naciones.

Obviamente, estos corsarios conocían mal o no conocían ni conocerían nunca el idioma castellano, pero eso los tenía sin cuidado, más aún cuando las órdenes y consignas para desempeñarse a bordo se hacían con voces en sus propios idiomas, porque su marinería y tripulación fueron integradas también por extranjeros originarios de aquellas naciones. En estas actividades se encontraron con chilenos, rioplatenses, mexicanos, venezolanos y colombianos que representaban o decían representar a los gobiernos de sus países revolucionarios, formando así una singular sociedad internacional.

Sus domicilios o viviendas eran los navíos, en los que pasaban la mayor parte de su vida; por tanto su hábitat eran los mares, en los que se desplazaban como auténticos nómades. América aparecía en sus mentes como el escenario donde podrían concretar sus propósitos; un ancho océano por recorrer con el incentivo de la aventura en la larga travesía, el exotismo de las costas por abordar y, sobre todo, los tesoros metálicos y en producciones naturales de la tierra que transportaban los numerosos barcos que lo atravesaban y de los que se apropiarían en guerra de corso. Todo ello era fascinante tentación.

Entre todo este mare mágnum en que se confundían aventureros, idealistas, especuladores, ambiciosos y hasta utópicos, estaban estos amantes del mar dispuestos a convertirse en corsarios. Eran los parientes legales de los ilegales piratas pero usaban las mismas tácticas, esto es apoderarse con violencia de los botines que transportaban los barcos de las metrópolis imperiales, en este caso España. En rigor, la diferencia entre unos y otros era muy delgada, y en muchos casos actuaron como verdaderos piratas en cuanto no respondían a las reglas que les imponían los contratos fijados en las patentes que les habían otorgado los gobiernos revolucionarios y que les autorizaban a enarbolar las banderas rebeldes en los mástiles de sus barcos.

No es fácil al investigador definir el pensamiento que los guiaba y conocer en profundidad lo que presidía sus conductas cuando abordaban un barco mercante transportador de riquezas al que habían convertido en su enemigo a través de un contrato llamado Patente de Corso. ¿Era para contribuir con esa acción a la libertad de los pueblos americanos, porque coincidían con sus propios ideales? ¿Era un sentimiento de odio o resentimiento hacia los imperios y las monarquías que convulsionaban a Europa? ¿Era, simplemente, para enriquecerse con los tesoros que transportaban los barcos atacados? ¿Era el espíritu romántico de la aventura, cargada de riesgos y vicisitudes, que les provocaban desafíos para mostrar su valentía y arrojo? ¿Era la vocación de marineros formados en la lucha en el mar? ¿O era una combinación de más de uno de estos factores, o el conjunto de todos ellos?

Describir la figura del corsario no es sencillo. Pocos tipos de personas alcanzan la variedad y la complejidad en que puedan ser encasillados. Con algo de imaginación se los podría equiparar a los primeros adelantados y conquistadores españoles que llegaron a las costas americanas y recorrieron sus interioridades en busca de riquezas. Diversos y hasta contradictorios calificativos les caben a estos más modernos adelantados del mar cuando se intenta caracterizar en particular a alguno de ellos y cuando se encuentra con individuos tan disímiles, no sólo al compararlos a unos con otros de su misma especie, sino también en su propia individualidad, porque se encontrará con características contradictorias aún en una misma persona.

Podrían enumerarse variados calificativos, y a cada uno de ellos podrían caberle varios de esos calificativos y para nada compatibles entre sí: libertarios, románticos, audaces, temerarios, revolucionarios, anárquicos, utópicos, idealistas, arbitrarios, tenaces, aventureros, arriesgados, valientes, empecinados. Un interrogante es si el mar fue el que modeló sus personalidades: el mar inconmensurable, casi infinito, tempestuoso, entonces impredecible, en navegaciones arriesgadas, de arribos a tierras desconocidas y extrañas, frente a culturas y paisajes diversos, que para el conocimiento y las dimensiones europeas se les presentaban fantásticos y hasta monstruosos.

Por su parte autoridades gobernantes como Artigas, Pueyrredón u O´Higgins refrendaban sus acciones otorgándoles Patentes de Corso que los autorizaban a enarbolar sus banderas, hasta llegar al extremo de que los buques corsarios con sus capitanes y tripulaciones llegaron a constituir la base de las incipientes flotas en varias de las nuevas naciones.

Cabe recordar como paradigmas a dos protagonistas: un francés, Luis Aury, que desarrolló su acción en el Caribe, y un irlandés, Guillermo Brown, que actuó en la región rioplatense. Aury se inició en el Mediterráneo apropiándose de barcos hasta formar una flota que navegó en el Caribe, donde combatió a naves españolas al servicio de la revolución mexicana y colombiana. Por su parte Brown se nacionalizó argentino y se puso al servicio de la revolución rioplatense navegando por costas de Chile, Perú, Ecuador y Colombia. La elección de estos dos corsarios para ilustrar el relato obedece a que, como tantos otros, fueron dos extranjeros oriundos de naciones europeas que trabajaron por la independencia de las colonias españolas y en dos escenarios lejanos entre sí, el caribeño y el rioplatense. Esto demuestra que la guerra en el mar y la participación de extranjeros fue decisiva para afirmar las revoluciones; muestra también que en su origen las escuadras de estas nuevas naciones fueron comandadas por extranjeros y tripuladas por extranjeros.

Reunidos, son un paradigma de la dimensión continental y aún de la internacionalización de la guerra emancipadora, como también de la importancia que tuvo la conquista del espacio marítimo y de la significación decisiva que tuvo la cuestión comercial ultramarina en la suerte de aquellas campañas libertadoras. Pero más aún: son una muestra de los condicionamientos a que estarían sometidas estas naciones en su vida futura.

(*) Doctor en historia. Miembro de número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.

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