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Congreso maternal

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Estamos ante la realización en Córdoba del VIII Congreso de la Lengua Española. Lo primero que hay que decir es por qué no se llama de la lengua castellana, que es la que España trajo a América; además, existen allá otros idiomas que también son españoles: el vasco, el catalán, el gallego.
El nombre del Congreso parece que tiene más relación con el problema de la identidad española, que amenaza con causar disgregaciones.
La prescindencia de la mención del verdadero idioma es más notoria al tratarse de un cónclave en que se resalta la importancia de la palabra, que debe ser precisa, para que todos nos entendamos.
Además de que es legítimo estar orgulloso del idioma propio, porque forma parte esencial de nuestra cultura, hubiera sido preferible que se tratase “de las lenguas”.
Porque tanto España como América Latina son pródiga en ellas, aquí tanto las de los llamados pueblos originarios como los de la gente que durante siglos trajo las suyas desde tierras lejanas.
España impuso la lengua castellana en América como aspecto esencial de su imperio, pero al mismo tiempo conservó aquí otras ya existentes, a las que les proveyó grafías propias del idioma castellano, complementando así el habla con la escritura.
El objetivo de esta conservación fue facilitar la comunicación con los nativos y asegurar la dominación. Así ocurrió con el quechua, que con ese fin mantuvo y aún extendió a pueblos que no lo hablaban antes.

El momento en el cual se celebra en nuestra ciudad este congreso parece oportuno para hacer referencia a una palabra, que es clave de la conquista. Esa palabra es “descubrimiento”.
Con este término ocurre algo parecido con el de la llamada “Conquista del Desierto”, en que la palabra “conquista” es tan pertinente como la del imperio español de siglos atrás.
Pero en cambio no lo es “desierto”, porque se trataba de un territorio habitado por gentes, a las que hicieron desaparecer o expulsaron en nombre del progreso.
Años después de este hecho de la historia, un iluminado que probablemente abonaba la versión histórica de la conquista del proclamado desierto agregó otra palabra a la serie: la palabra “desaparecidos”. Así se formó una familia de palabras asociadas: descubrimiento, desierto, desaparecidos.
Está claro que las ideas reciben un nombre que las enuncia y les da significado -como nos enseñó Arturo Andrés Roig-, como es cierto también que por acumulación, sedimento o renovación, las ideas y los nombres que las enuncian van conformando el carácter y la idiosincrasia de los pueblos.
Así, la polémica sobre el término “descubrimiento” no es gratuita ni bizantina: afecta un concepto esencial de nuestra sociedad actual, como heredera que es de lo europeo y de lo americano propio, en una América Latina cuyo signo étnico y cultural es el mestizaje.
En efecto, el término “descubrimiento” está asociado al de “apropiación”, y en su rechazo coincidieron pensadores latinoamericanos como Edmundo O’Gorman, quien advertía de que no era suficiente suprimir el nombre en tanto se mantuviera la misma explicación del proceso; para él la cuestión era si debía o no ocultarse la destrucción de espléndidas civilizaciones y el sometimiento de sus habitantes. Pudo agregar O’Gorman que esa destrucción no alcanzó las culturas, que sobrevivieron y perviven aun después de más de cinco siglos, como dando aprobación a la teoría de que las culturas son de “inagotable duración”, como decía Fernand Braudel, y que resisten atropellos.
De pronto, la discusión sobre lo que había ocurrido durante siglos adquirió plena vigencia en las celebraciones del Quinto Centenario del mentado “descubrimiento”, pues se trataba de admitir si en la celebración debía ocultarse la opresión del hombre por el hombre y el desprecio a un derecho elemental, que es la libertad.
O’Gorman apelaba a un ejemplo conmovedor a favor de su posición, reflexionando que si sólo se festejaba, así también los judíos podían festejar el Holocausto como algo positivo, pensando que su consecuencia fue la creación del Estado de Israel.
Y es que desde la segunda mitad del siglo 19 se desarrolló un movimiento político e intelectual que sostenía que España había “redescubierto” América, de acuerdo con los signos que interpretaba para cada época.
Eran los tiempos de la compartida ocupación de México, de los ataques a Perú y Chile, de las pérdidas de Cuba, de Puerto Rico y de las Filipinas, todo ello complicado con sucesos internos como la destitución de la reina y la formación de la Primera República.
La imagen y la idea de América en España, resumida en palabras de honda significación, adquirió importancia capital con motivo de la pérdida de Cuba. Notables pensadores resaltaron desde entonces la noción de “raza española” o “raza hispana”, incluyendo a los americanos de raíces hispanas. Ante la pérdida total del imperio, se habló entonces de la herencia espiritual, de la sangre, de la tradición, de la lengua.

Fue cuando España recurrió a sus pasadas glorias imperiales y acuñó la idea de “madre patria”, con lo que reforzó la idea de “descubrimiento” al agregarle la de “alumbramiento” y, por tanto, la de haber dado “el ser” a América; o sea que antes de aquella presencia no hubo humanidad; idea que emparejaría a la de “desierto” de esos mismos tiempos en Argentina. Se trataba de una madre posesiva y excluyente en una América que además de mestiza pasó a ser aluvional.
El español Ángel Ganivet, entre otros conceptos denigrantes para los americanos, sostuvo en 1897 que el cristianismo no podía ser entendido por los indios americanos porque “el verdadero cristianismo es impropio de pueblos primitivos.”
En tanto otro español, Miguel de Unamuno, diría en 1911 que “tenemos que acabar de perder los españoles todo lo que se encierra en eso de madre patria.” Sin duda, intelectuales como éstos fueron dejando huellas duraderas en el ideario español sobre América.
Este pensamiento fue considerado entonces un “redescubrimiento” de América, y hasta Ganivet llegó a confesar que la América que colonizó era el único capital al que podía apelar España para rescatar su grandeza, en una Europa convulsionada donde la medición de fuerzas le era desfavorable. El redescubrimiento no implicó, sin embargo, abolir la idea de apropiación original.
Es decir, redescubierta para si, como si se tratara de una madre posesiva.
Apeló entonces a la pretendida matriz de una comunidad supranacional -ya que ahora no podía ser imperial-, para fortalecer así la unidad de un reino que se resquebrajaba en la Península Ibérica, por cuanto esa unidad como nación se había consolidado con su proyección extrapeninsular.
La comparación con las otras dos grandes colonizaciones imperiales parece inexcusable porque ni Brasil ni Estados Unidos han aludido a Portugal y a Gran Bretaña como sus madres patrias, probablemente porque no lo necesitan ya que están seguros de haber adquirido una potencialidad que hoy supera a sus propios colonizadores.
De esta manera, España ha utilizado el hecho fundamental del “descubrimiento”, seguido de la conquista y colonización, como factores de soldadura de sus partes, es decir de sus regiones interiores, que cíclicamente se manifiestan reluctantes a la unidad. ¿Será por eso que este Congreso se llama “de la Lengua Española” y no de la lengua de Castilla? Es para pensar.

La idea de imperio a partir de la lengua reaparece así como algo necesario y esencial para su propia integridad nacional. La reciente fórmula que utiliza de manera alternativa, o sea el término “nación” y el término “reino” -éste dando lugar a un conjunto de naciones unidas por la figura del monarca- aparece como un intento para aliviar las recurrentes tensiones regionales.
Otra pregunta: ¿será por eso que a este congreso lo abre un rey, como cabeza del reino y no del país multinacional y multilingüe que es España?
Felizmente, cada vez se usa menos la palabra “descubrimiento” gracias a la insistencia de los pensadores latinoamericanos. Pero quizá sea necesario mostrar más evidencias para convencer a los remisos.

(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincia de Historia de Córdoba

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