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La abogacía como ejercicio de la ciudadanía

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Cuando uno escucha la palabra ciudadano, de uso frecuente en la literatura especializada y en el lenguaje cotidiano, tiene la impresión de que se está hablando de algo muy evidente y conocido; al propio tiempo surgen interrogantes acerca de lo que ello implica.

Por Ricardo del Barco* – Exclusivo para Comercio y Justicia

En efecto, hoy hablamos con frecuencia del ciudadano, de la importancia que éste tiene en la vigencia efectiva de nuestro sistema democrático y de la necesidad de su revalorización.

No obstante ello, surge cada vez más preguntas acerca de qué implica en realidad el ejercicio de la ciudadanía en la vida social, política y económica.

En épocas pasadas, cuando se encontraban suspendidas las instituciones propias del régimen republicano y representativo que nuestra Constitución establecía, quedaba bastante claro que ejercer la ciudadanía era acceder a los mecanismos y formas que no podían ejercerse por la existencia de una dictadura militar. Ejercer el derecho a elegir y ser elegido, designar a las autoridades mediante elecciones libres y competitivas eran, de manera evidente, manifestaciones de la ciudadanía que no estaban permitidas y que era imperativo recuperar. Ahora bien, en un sistema democrático -cuya vigencia y funcionamiento datan en nuestro país desde la recuperación democrática que posibilitó la elección fundante del 30 de octubre de 1983 y la asunción del nuevo gobierno constitucional instaurado a partir del 10 de diciembre de 1983- parecería que ya el tema carece de actualidad. O, dicho de otra manera, parecería que a partir del funcionamiento de las instituciones de la democracia representativa la ciudadanía se encuentra asegurada.

En realidad la cuestión no es así; la ciudadanía se encuentra permanentemente desafiada y es importante que reflexionemos sobre ella.

Desde las antiguas polis griegas, la ciudadanía era básicamente la participación en los asuntos comunes de la ciudad. Se entendía que la dimensión política del hombre no se agota en la intimidad del oikos, es decir en la casa y los negocios propios, sino que se manifiesta plenamente en el ágora, la plaza pública en la que se reúne junto a los otros ciudadanos para discutir y resolver los temas de todos. Es cierto que, en la época contemporánea, solemos identificar la ciudadanía con el conjunto de derechos que permite a sus titulares elegir y ser elegidos y que también compone y amplía ese concepto la titularidad de los derechos civiles y los económicos sociales. No es que sea incorrecto este planteo, pero a mi criterio es insuficiente. Por eso vuelvo sobre la idea primigenia de participación en los asuntos públicos. La distancia, el aislamiento en nuestras cuestiones más cercanas y la obsesiva preocupación por los problemas propios conspiran con esa idea de participación. Ésta supone un cierto grado de renunciamiento a nuestras legítimas preocupaciones personales, para informarnos y ser parte activa de las cuestiones públicas.

He dicho “informarnos y participar”. La información es condición necesaria para la participación, pero no es suficiente. Suelo ejemplificar esto de la siguiente manera: hay dos personas, la primera es un profesional universitario con amplia versación en cuestiones sociales, políticas y económicas; posee, además, un alto grado de competencia en informática, lo que le permite estar informado al instante. La segunda es una persona mayor, de nivel escolar muy básico. Ambos son convocados a presidir una mesa electoral en un día de elección. El primero, simplemente no asiste y siquiera se preocupa en justificar su inasistencia ya que, según sus palabras, “sabe lo que ocurrirá en la elección y puede predecir fácilmente el resultado”. El segundo concurre a la hora prevista antes de la apertura del acto eleccionario y permanece toda la jornada hasta la finalización del escrutinio, no permitiendo que nadie lo reemplace en esta tarea.

Entiende que es su obligación y responsabilidad participar en el comicio. La pregunta evidente es cuál de los dos es más ciudadano: el perfectamente informado o el participante en la tarea encomendado para el acto eleccionario. La respuesta es evidente. Estar informado sobre las cuestiones públicas es importante, incluso indispensable, pero no es suficiente, ya que sin participación no hay ciudadanía.

Ahora bien, así precisada la cuestión de la ciudadanía, se trata de responder de qué manera el abogado y el ejercicio de la abogacía contribuyen a la formación de la ciudadanía.

Digo en primer lugar que en el ejercicio privado de la función abogadil ya se encuentra un primer desafío. Allí no se trata solamente de la búsqueda o del restablecimiento de un derecho presuntamente violado o negado que afecta a una persona o a un grupo de ellas.

Se trata de contribuir a la paz social, que es, según la genial definición agustiniana, la tranquilidad en el orden justo. Esta mirada nos permite advertir en el ejercicio normal y diario de la abogacía no solamente una defensa de intereses privados sino la contribución a la vigencia de una república, basada en la libertad y la justicia.

En segundo lugar, la función asesora del abogado en organismos públicos y privados, en el ámbito de las instituciones y de la sociedad civil, se convierte en un instrumento privilegiado para contribuir en el diseño de ámbitos y estrategias de participación política y social. Desde esta mirada y con este enfoque, el abogado no será simplemente el que contribuya al eficaz funcionamiento de instituciones sino el que aliente, promueva y diseñe caminos de mayor involucramiento de la comunidad y de los ciudadanos en las cuestiones de todos.

En tercer lugar, en el mundo de los negocios, el abogado no sólo debe actuar como el eficaz asesor para el logro de mayores negocios y mejoras ganancias sino el de no perder la perspectiva en el respeto por el bien de todos y la consiguiente responsabilidad social de la empresa y los negocios. La búsqueda del beneficio y el lucro como única y principal motivación debe encontrar en la abogacía y en el rol del abogado una permanente voz que recuerde a todos la importancia de servir al bien común y que no piense solamente en el beneficio exclusivo y excluyente de algunos.

Muchos de los que leerán estas breves reflexiones pensarán que me olvido de aquello que la abogacía es un medio de “ganarse la vida “como cualquier otro. Y no es así. Utilizo la figura de dos personajes entrañables de la literatura universal, Don Quijote y Sancho Panza.

Muchos piensan la abogacía y al abogado con una visión exclusivamente sanchopanzista.
Ganar mucho, vivir holgadamente y disfrutar de los beneficios “del mucho pan y cebolla”.

Pero también existe una visión quijotesca de nuestra profesión. Es la que nos convoca a estar presente en cuanta empresa exija la presencia del protector de desvalidos, perseguidos o injustamente tratados.

Esa vocación de “desfacedor de entuertos” que nos lleva muchas veces a luchar contra molinos de viento o a terminar aporreados por aquellos maleantes que liberamos, creyéndolos injustamente cautivos. Ese caballero andante que no se preocupa de otra cosa que del “hacer la justicia” y ese buen escudero preocupado por el buen comer y mejor beber. Quijote y Sancho, muy diferentes y buenos compañeros de camino, son tal vez las dos grandes dimensiones de lo humano. Ambas se proyectan sobre el abogado y el ejercicio de la abogacía. La defensa de todos y la búsqueda del interés propio, el restablecimiento de la justicia y la búsqueda del pan y las cebollas. No olvidarse nunca de lo primero es una buena contribución a la formación de la ciudadanía.

Quiero detenerme en otra dimensión de la vida abogadil, el cumplimiento de la ley. Para muchos, incluso en la etapa de la formación del abogado, el conocimiento y cumplimiento ciego de la ley es la clave de arco de nuestra profesión. La frase tan común “lo siento, pero es la ley”, el juez que se siente prisionero de la aplicación de la ley, el colega que -con grandes anteojeras- sólo mira a la ley y cual noble equino que trota por las rutas sin ver a las costados arremete contra todo sin atender a necesidades, aspiraciones y sentimientos de justicia, constituyen una visión y una versión bastante difundida de nuestra profesión.

No dudo de que la lucha por el derecho es un imperativo para el abogado y así lo recordaba magníficamente el inolvidable Eduardo Couture en sus mandamientos del abogado. Decía “tu deber es luchar por el Derecho” pero agregaba: “El día que encuentres en conflicto el Derecho con la justicia, lucha por la Justicia”.

Por eso siempre les digo a mis alumnos de Derecho, les pregunto a mis colegas y me pregunto a mí mismo cada día aquello que se cuestionó Antígona frente al mandato de ley del príncipe, ¿esta ley es justa? Porque si no lo es, no debo obedecerla, “porque es necesario obedecer primero a las leyes no escritas de los dioses” antes que el mandato del príncipe.

Sé que la respuesta no es fácil, pero es trágico para la ciudad y los ciudadanos, cuando no nos animamos a formular la pregunta y buscar la respuesta para actuar en consecuencia. En definitiva esto es construir ciudadanía.

* Abogado

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