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El amante de Lady Chatterley va a juicio

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El más célebre proceso a una obra literaria: una ley represiva en una sociedad reprimida puso en evidencia la sinrazón de su prohibición.

Por Luis R. Carranza Torres 

Fue el juicio del año, en esa Inglaterra de 1960. Se juzgaba -nada menos- si la novela El amante de Lady Chatterley, escrita por David Herbert Richards Lawrence —“D.H. Lawrence” para los entendidos— tenía méritos literarios para ser publicada o, por el contrario, resultaba una “obra obscena” bajo los términos de la Obscene Publications Act, de 1959.

Una ley dictada por el parlamento británico el año anterior, que con la finalidad de asegurar el bien común —public good— y proteger a la literatura —protection of literature— prohibía la publicación en el Reino Unido de toda obra que incurriera en “obscenidades”. Reemplazaba, en pleno siglo XX a otra norma similar, aun más rígida.

Para evitar tal interdicción, debía superarse el test of obscenity, en los términos que se explicitaba en la primera sección de la norma. Era obsceno todo aquello con capacidad de impulsar a pervertir y corromper—“to tend to deprave and corrupt persons”—, pero la norma no definía qué entendía por perversión o corrupción. Por lo menos, en un paso adelante respecto a la norma que reemplazaba, aceptaba que se discutiera en un juicio especial si una obra tenía el “suficiente mérito literario” para escapar a dicha categoría prohibida.

Ello fue precisamente lo que hizo la editorial británica Penguin Books y su abogado, Michael Rubenstein, respecto de El amante de Lady Chatterley. El libro había visto la luz en Florencia en 1928, merced a una impresión privada del autor con la asistencia de Pino Orioli, y hasta entonces no se había editado una versión “sin expurgar” en el Reino Unido. Sólo un par de impresiones reemplazando el uso de palabras vulgares respecto del sexo y las partes íntimas de las personas por otras socialmente aceptadas.

Pero ése no era el único cuestionamiento de la obra ni tampoco, en rigor de verdad, el principal. Las verdaderas y no declaradas razones de su censura eran que el libro tocaba temas tan álgidos como los privilegios de la clase aristocrática, las condiciones de vida y labor de los obreros y esa costumbre inglesa de pasar por la vida reprimiéndose de cualquier manifestación instintiva, en particular las que conducen a los acogedores campos del placer.

El hilo principal de la trama tampoco ayudaba. Constance Chatterley se ha casado con un adinerado aristócrata en 1917. Pero sir Clifford poco después y, a causa de una herida sufrida durante su actuación en la Primera Guerra Mundial, queda paralítico e imposibilitado físicamente de tener cualquier tipo de relación íntima. Confinado a una silla de ruedas y retirados ambos a mansión campestre, Constance va a reemplazarlo -en lo concerniente al débito conyugal- por Oliver Mellors, el callado, vulgar, desinhibido y plebeyo guardabosque de las tierras de los Chatterley. No es tampoco una cuestión clásica de cuernos sino una relación mucho más compleja y tortuosa, ya que su marido es uno de los que la empuja a llevar adelante el asunto.

En 1959, aprovechando el 30º aniversario de la muerte de Lawrence, la editorial planeaba una reedición de toda su obra. E intentaban esta vez ser fieles a su lema publicitario de publicar textos «completos e íntegros». Un obstáculo a ello era que El amante de Lady Chatterley estaba prohibido de ser editado en su versión original e íntegra. Lo que definió la postura de la empresa al respecto, luego de innumerables discusiones, no fue un tema de libertad de expresión sino de mercado: los contadores hicieron números y descubrieron que el publicar la versión íntegra de El amante de Lady Chatterley, atento al auge de las publicaciones subidas de tono que experimentaba el mercado, iba a ser el negocio de la década.

En la preparación de la defensa se emplearon ocho semanas. No era para menos. Al otro costado de la sala, por la fiscalía, estaba uno de los pesos pesados en la materia de acusar y lograr condenas en juicio. Nada menos que John Mervyn Guthrie Griffith-Jones, el mimado jurídico del establishment. El fiscal más respectado e influyente de ese tiempo. Fruto del Eton College y estudiante destacado de leyes en el Trinity Hall en Cambridge, había servido en los Coldstream Guards, el regimiento de élite de la infantería de la guardia real durante la segunda guerra mundial, logrando nada menos que la Military Cross en 1943. Dos años después, fue uno de los fiscales principales de la acusación británica en los juicios de Nuremberg.

Pero la defensa se había tomado su tiempo para hacer los deberes: había escrito a más de 300 escritores, académicos, clérigos y otros personajes destacados de la cultura para prestar testimonio a favor de la obra.

El “juicio de obscenidad” —“obscenity trial”— comenzó el 20 de octubre de 1960. Se actuó en la Central Criminal Court de Londres, denominada de ordinario “Old Bailey”, por la calle en que está situada. Una suerte de Tribunales II a la inglesa. Desde sus inicios, capturó el interés de casi todos.

Por el tema, por los contendientes, por la lista de famosos llamados a declarar. Los hechos subsiguientes no defraudarían ni la curiosidad ni el morbo de nadie.

(To be continued)

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