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El “culebrón” de una femme politique

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Rachida Dati, Una mujer tan esforzada como discutida. Vivió los mayores desafíos que, por su origen y género, una persona de leyes puede tener. Por Luis R. Carranza Torres.

Su persona es una confluencia de culturas y su vida parece sacada de la trama de una telenovela caribeña. Sus partidarios la entienden como un ejemplo de superación y esfuerzo. Para quienes la detestan, no es más que una trepadora, advenediza y despótica. Rachida Dati es hija de padre marroquí y de madre argelina, la segunda de ocho hermanas y cuatro hermanos. Nació el 27 de noviembre de 1965 en Saint-Rémy, Saona y Loira, Francia, y posee triple nacionalidad: francesa, marroquí y argelina, aunque ella siempre se ha entendido «francesa de origen francés».
Su infancia transcurrió en una localidad muy humilde, Saint-Jean, originalmente un lugar semirrural que fue anexado en la década de 1950 a la cercana comuna de Chalon-sur-Saône, en el centro-oeste de Francia. Se transformó entonces en un barrio apartado del centro, compuesto de altos edificios de pisos sociales habitados por inmigrantes.

No eran muchas las perspectivas para una niña pobre de familia musulmana, hija de un albañil que trabajaba de a ratos y una ama de casa. El carácter de su padre, autoritario y tradicional, contrastaba con el sumiso y callado de su madre.
Con muchas bocas para alimentar en casa, Rachida tuvo desde los 14 años los más diversos trabajos: repartió publicidad, fue vendedora en un supermercado y cuidó ancianos.
Pese al tradicionalismo de su carácter, su padre exhibió una dosis de indudable pragmatismo al conseguir que su hija Rachida fuera admitida en el estricto y católico colegio llamado El Deber, después de que descubriera, tras trabajar allí como peón, que era una llave para acceder a mejores oportunidades. Era la única alumna musulmana de ese colegio. Allí obtuvo buenas notas, lo que le permitió continuar sus estudios en la universidad.
Sus estudios superiores fueron zigzagueantes. Pasó por las ciencias de la administración, antes de volver sobre sus pasos para estudiar Derecho en el Colegio Nacional de Derecho Francés donde también se graduó con el título de magistrada. Trabajó primero como fiscal en un tribunal en la ciudad de Bobigny, una localidad cercana a París, y luego en otro tribunal en la ciudad de Évry.

Parecía haber escapado de su destino de pobreza. Pero le faltaba romper con otras cadenas. A los 27 años debió volver a Saint-Jean para contraer nupcias con el hombre que su padre había elegido para ella. Lo hizo a la usanza tradicional, sin consultarla en lo absoluto, recayendo en un argelino al que ni conocía. Pragmática como su padre, llevó a cabo el matrimonio para no desobedecer, pero a poco del enlace lo anuló y se fue a París, libre, y se convirtió en la hija más díscola de la familia.
Era también la mejor relacionista pública de sí misma. Bella y audaz, sabía cómo estar en los lugares que contaban y presentarse a las personas correctas, aquellas que toman las decisiones. Eso le permitió llegar al Ministerio de Justicia en un puesto menor con la estrella ascendente de la política francesa por esos días: Nicolas Sarkozy. Debía simplemente colaborar, como muchos otros, en un proyecto para la prevención de la delincuencia. Pero un día de 2004, en una de esas barriadas olvidadas de las afueras de París arrasadas por la violencia y la falta de oportunidades, su estrella cambió.

Era una más de la comitiva del por entonces todopoderoso ministro del Interior Sarkozy, de visita por la zona. El Estado francés comenzaba a percibir que existían ciertos jóvenes, hijos de inmigrantes, marginados y olvidados desde siempre. Lo hizo luego de que en el inicio del milenio, en tales barriadas comenzó una conducta colectiva violenta de vandalismo extremo respecto de todo lo que significara el Estado.
No era el mejor lugar para hacer sociales, y pronto Sarkozy se vio en plena calle increpado de mala forma por un joven gigantón que le recriminaba su comportamiento político. Fue entonces que una mujer de la comitiva, guapa, delgada, morocha, se acercó y, a pesar de que el muchacho le llevaba una cabeza de altura, le sacó la gorra de un palmazo en la nuca.
Era Rachida. La sorpresa del joven fue aún mayor cuando le dijo en tono cortante: “Para hablar con el ministro, uno se descubre antes”. No lo hizo en francés castizo sino utilizando el argot de la zona, que era prácticamente idéntica al de donde ella había crecido en la región de la Borgoña. Como se dice en ciertos sectores calientes del conurbano bonaerense, Dati le había dejado en claro, dentro de la subcultura marginal, quién era el “kapanga”. El adolescente enmudeció y el ministro pudo contestarle por primera vez en el encuentro.

Lo que entre nosotros hubiera sido un suicidio político, le funcionó de perlas a Rachida en la Francia de principios de milenio. El gobierno necesitaba desesperadamente de alguien que pudiera hablar el mismo idioma de ese sector de jóvenes, que desconocía por no haberlo nunca tenido en cuenta y que causaba tantos desmanes.
A Nicolas Sarkozy, apodado le petit Napoléon, le encantó esa versatilidad de Dati, que podía hablar con los académicos del derecho con la misma soltura que con los lúmpenes de las calles. Pasó a ser una figura de creciente poder en su entorno. Luego de, en diciembre de 2006, afiliarse al partido de Sarkozy, y no obstante su inexperiencia, fue elegida portavoz oficial de su campaña a la presidencia. Cuando le petit Napoleón llegó a la primera magistratura de Francia, mandó a llamarla al Palacio del Eliseo. Tenía en mente un ministerio para su pupila dilecta. Pero ésa ya es otra parte de la historia.

 

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