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Matar a un tercero inocente para evitar la propia muerte

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a pregunta que puede corresponder en estos casos es la siguiente: ¿es lícito matar a un tercero para salvar la vida, y así evitar la muerte? Nos preguntamos sobre si en nuestra ley existe alguna disposición que autorice a dar muerte a otro para salvar la vida. Adelantamos que, hasta el momento, no hemos encontrado norma jurídica alguna que autorice dicho homicidio. Se trata, entonces, de un hecho ilícito y que por lo tanto no se halla al amparo de la ley ni, en consecuencia, justificado por ella.
En lo alto de un andamio trabajan dos operarios; de súbito y por el peso, la estructura comienza a ceder, lo que decide a uno de de ellos a empujar al otro, que cae al vacío, y de esa forma encuentra la muerte. Luego se establecería que, de lo contrario, hubieran perecido los dos.
Este es el caso, y lo que pretendemos saber es qué respuesta podemos esperar de la ley; esto es, de las normas jurídicas. Por ello, consideramos inválidos ciertos puntos de vista ajenos a estas normas porque ellos carecen de la aptitud necesaria para que una sentencia judicial se halle fundada en ley. Consideramos insuficiente como defectuosa aquella absolución que concluyera que al operario que evitó su muerte no se le podía exigir, en la emergencia, otro comportamiento u otra conducta distinta. Más aún erróneo resultará pretender que el caso, por su carácter, se halla fuera del derecho y más allá de toda regulación jurídica (¿?).
Como punto de partida, es preciso, entonces, aceptar que una persona mató a otra y que a ella se le imputa dicho resultado.
Podemos preguntarnos si, en el caso, el autor defendió su vida que se hallaba en inminente y gravísimo peligro de muerte. Precisamente, por obrar del modo en que lo hizo, salvó el derecho a la vida y evitó la muerte que era segura. Pero, ¿por quién fue agredido? La verdad es que no fue agredido por nadie sino que, en sentido estricto, él fue el agresor porque quien resultara víctima era tan sólo un tercero inocente que, por ser tal, era ajeno al cuadro de peligro y al cuadro de la necesidad que dicho cuadro originaba. Así, la defensa de la vida estuvo más allá de la legítima defensa y más allá de la defensa propia. El peligro de muerte y la necesidad de la defensa no se podían atribuir a la víctima ni se podía, por ello, reaccionar para impedir o para repeler un acto de agresión. En este orden de cosas, el agresor que puso en peligro la vida del restante operario, al que le dio muerte, no fue otro que quien salvó su vida y para ello mató. Esa muerte constituyó, pues, un hecho ilícito.
Lo que no se puede soslayar es que las circunstancias hicieron nacer la necesidad de salvar la vida, y el único modo de hacerlo era arrojando al vacío a una persona. Dicho en otras palabras, aquellas circunstancias crearon la necesidad de causar un mal con el fin de evitar que se produjera otro mal inminente, al que el necesitado era ciertamente extraño. Es posible que en un cuadro de necesidad, se pueda hurtar al vecino el matafuego para impedir que las llamas en la propia casa se conviertan en incendio. Se causa un mal menor para impedir un mal mayor. En esta hipótesis, la ley establece que aquel hurto no es punible. Y eso está bien.
Esta justificante, ¿es aplicable al caso que consideramos? Es difícil aceptar que la vida de quien resultara muerto valía menos que la vida del victimario. Es difícil aceptar, en consecuencia, que cuando se causa la muerte a otro para impedir la propia muerte se cause un mal para evitar otro mayor. No es el caso de quien, para salvar su vida, mata a un animal feroz mientras éste da comienzo al ataque mortal. Ni es el caso de quien, para evitar su muerte, ingresa a un domicilio ajeno sin consentimiento.
Advertimos a esta altura que las puertas de la legítima defensa, como las puertas del estado de necesidad, permanecieron cerradas, y que en momento alguno se abrieron. Con esto queremos decir que la muerte de aquel inocente no puede constituir una extralimitación de estas dos justificantes. El hecho comenzó siendo ilícito e ilícito llegó al final.
Si objetivamente aquella muerte no puede ampararse en justificación alguna, es preciso, como último tramo a recorrer, que tengamos en cuenta el aspecto subjetivo, porque no se puede negar que cuando la muerte anda demasiado cerca el miedo no tarda en emerger. Esta situación es tomada en cuenta por la ley al disponer que no es punible quien obra amenazado de sufrir un mal grave e inminente. Pareciera, conforme a esto, que el operario que mató a quien con él se hallaba en las alturas podría ser alcanzado por esta causal excluyente de responsabilidad penal.
Pero a medida en que se interpreten los textos legales, surgirá que no basta ni es suficiente que un determinado acontecimiento, o que determinadas circunstancias, infundan miedo para que el asunto deba darse por terminado. Aunque sea cierto que las fuerzas de la naturaleza puedan despertar miedo, no por eso obrará bajo amenazas el que frente a una súbita crecida de un río, consigue ponerse a buen resguardo tras haber violado el domicilio de un desconocido. Pero se hallará bajo coacción aquel que entregara la clave para abrir la caja fuerte del banco y lo hiciera bajo amenazas de hacerlo a cambio de la vida de una persona unida por estrechos vínculos afectivos. “O entregas la clave, o matamos a tu hija”. No se trata del miedo que pueda infundir una tormenta; se trata del miedo que despiertan las promesas de males provenientes de un tercero. Y esto se llama coacción. No es punible para la ley el que comete un hecho ilícito bajo la coacción de otro. En todo caso, debe tenerse en cuenta que sólo las amenazas ilícitas y graves pueden tener su fuente en conductas humanas, porque con ellas el autor quiere doblegar la voluntad del destinatario. Con ellas, quita la libertad de decisión.
Esto nos permite concluir que en el caso del que nos ocupamos, y aunque la situación despertaba miedo, ese miedo no estuvo precedido por amenazas provenientes de otra persona, de manera que pudiera decirse que aquel operario cometió el hecho bajo coacción. Vemos así, y de este modo, que nuestra ley no establece que el hecho de matar a un tercero inocente y con el fin de evitar la propia muerte no sea punible.
Puede que, quizás, este grave problema pueda encontrar solución en el estado de inconsciencia, estado que impide a quien se encuentra en él, darse cuenta con la debida exactitud acerca de lo que hace, dice o no hace; en otras palabras, por carecer transitoriamente de la comprensión de la criminalidad del hecho. Es posible, por las circunstancias, que el miedo de aquel operario hubiese sido tan intenso, que su conciencia hubiese sido turbada, ahora, por el terror o por el espanto. Por el miedo terrorífico. Si esto hubiese sucedido, entonces ya nuestra ley dirá que no es punible, porque se perdió el sano juicio, no ya por enfermedad mental sino por estado de inconsciencia.
Si éste no fuera el caso, el autor de la muerte cometerá un homicidio del que será responsable penal y civilmente. Mientras no se sancione una norma expresa que exima de pena, la responsabilidad penal subsistirá, porque no habrá que olvidar que en estos casos la víctima del homicidio es un tercero inocente.
La cuestión consistirá no sólo en pensar una fórmula jurídica, sino también en su correcta y clara redacción ■

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