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Las disciplinas sociales ante el peligro del pensamiento único

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Por Javier Boher *

El ataque que sufrió la vicepresidente significó una marca ineludible en la dinámica política que vivimos. Todo lo vinculado al hecho en sí -de una gravedad que aún no podemos dimensionar por completo- es investigado por la Justicia, a la que le toca una tarea nada sencilla.

Todo debe aclararse para evitar suspicacias que sumen ruido a un mar embravecido de relaciones tensas e información falsa.

Sin embargo, no es el hecho policial el que nos convoca. No hay dudas de que un magnicidio -de concretarse- hubiese sumido al país en un caos con un principio claro pero con final incierto, pero no será ese el objeto de esta nota sino la libertad de expresión, valor central para la filosofía liberal que inspiró a los redactores de la Constitución Nacional (CN) de 1853.

El derecho de cualquier ciudadano de expresar sus opiniones es sagrado en el canon liberal, que muchos han tratado de poner en cuestión a partir de una corrección política que cada vez reduce más el margen discursivo en el que se puede mover una persona.

El siglo XXI nos ha traído muchísimas tecnologías que nos ayudan a conocer múltiples voces de todos los rincones del mundo, religiones, etnias o estratos sociales, pero poco a poco hemos ido descubriendo que esas mismas herramientas nos fueron exponiendo a un juicio popular por jurados con una condena social muchas veces más dura que la que podrían dictar eventualmente las leyes.

Estamos hablando de la cancelación, un fenómeno anglosajón, específicamente norteamericano, en el que el puritanismo parece haberle ganado al secularismo liberal que desacralizó todos los temas.

Profesiones
Esta situación nos enfrenta, en las disciplinas netamente sociales, a nuevos dilemas que todavía permanecen sin resolver. Todas estas cuestiones son objeto de debate y reflexión, con cargas valorativas diversas, que -según cómo se resuelvan- terminarán impactando en el ejercicio de las profesiones liberales.

El periodismo, las artes o la política misma podrían sufrir los avances en contra de la libertad de expresión amparados en la idea de “discursos de odio”, una vieja figura de renovada vitalidad. Los más diversos regímenes se han valido de ella para señalar las voces que le incomodan.

A partir de allí la libertad de expresión se convirtió en una pieza fundamental de las democracias representativas surgidas tras las revoluciones burguesas, porque se protegía el derecho de decir, pero también el de informarse. No se puede superar una situación de rechazo o encono sino a través del debate y el diálogo; la superación con argumentos de aquello que se rechaza.

En tiempos de corrección política y sensiblería, cualquier discurso que se oponga puede ser tildado de “discurso de odio”, por ser una figura sin contenido. El odio existe y tiene consecuencias nefastas, especialmente cuando es herramienta de poderosos que se sienten atacados y se creen con derecho a silenciar aquello que viven como agresión. Un ciudadano ignoto no puede hacer caer a un gobierno por sus expresiones personales.

Los discursos de odio son una entelequia, un concepto que existe y se justifica en sí mismo a partir de ser definido en abstracto. Otorgar el poder a un Estado para que persiga discursos es un camino del que es difícil volver.

Los criterios de lo que podría ser catalogado como “odio” pueden ser modificados según la necesidad de cada gobierno debilitado que necesite darse un baño de legitimidad apelando a emociones.

El único límite legal reconocido a los discursos de odio existe cuando éstos expresan de manera explícita que se pretende acabar o dañar a un determinado grupo de personas, alentando actos de violencia física que pudieran llevar a que se cometan delitos graves. Fuera de eso, todo discurso que moleste -por ejemplo, por atentar contra “la moral y las buenas costumbres”- no puede ser penado y es garantía de cambio social y de consolidación democrática.

Es tentador pensar en el bien común de la sociedad como un motor para establecer límites a lo que la gente puede decir, pero no hay que perder de vista lo que reza el proverbio: “El camino al infierno está empedrado con las mejores intenciones”.

El pensamiento único es enemigo de la libertad y la tolerancia, independientemente de que se ampare en la supuesta búsqueda de un bien superior. Si se impone un relato como cierto y se bloquea la posibilidad de refutarlo con argumentos, las explicaciones delirantes que se presentan como una verdad incómoda -perseguida por ser “la verdad que intentan esconder los poderosos”- empiezan a tener potencial para crecer, poniendo en riesgo el mismo sistema democrático que se dice querer preservar.

Hay que dejar que exista una pluralidad incómoda de voces para quitarles el velo de verosimilitud a las teorías conspirativas, que se reproducen con más fuerza cuando más se intenta acallarlas.

El mundo ha tratado de lidiar con esta vieja problemática -vehiculizada en nuevas plataformas- buscando balancear la posibilidad de transmitir las ideas con los riesgos que esto conlleva para la conservación de un orden democrático. Algunos, por supuesto, han preferido el control de lo que se dice por sobre la capacidad de expresarse libremente.

Uno de estos casos es el venezolano. En 2017 la Asamblea Nacional Constituyente aprobó la “Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia”, que estableció en su articulado penas de hasta 20 años de cárcel para quienes difundan discursos de odio desde los medios de comunicación, previendo también la posibilidad de revocar licencias a los prestadores de servicios de comunicación.

Además, contempla la posibilidad de revocar la inscripción de partidos políticos que alienten “el fascismo, la intolerancia o el odio nacional, racial, étnico, religioso, político, social, ideológico, de género, de orientación sexual, identidad de género, expresión de género y de cualquier otra naturaleza”.

La ley le permitió a Nicolás Maduro cerrar canales de televisión, diarios o radios. Incluso, el régimen detuvo a personas por sus manifestaciones en redes sociales.

Francia
Por otro lado, con una situación social conflictiva por tensiones no resueltas, Francia tiene desde 2019 una ley que persigue los discursos de odio en Internet. Sanciona con multas a los medios que no retiren las publicaciones que se valgan de recursos discriminatorios basados en la religión, la etnia, la orientación sexual, la discapacidad o el género.

La norma apunta a los casos en los que haya apelaciones directas a esas condiciones como base para un ataque personal, pero no implica penas de cárcel.

Tras el ataque a la revista satírica Charlie Hebdo, en enero de 2015, la sociedad francesa debió enfrentar una tensión entre libertad de expresión y potenciales discursos de odio, a partir de publicaciones que un grupo de personas consideró un ataque contra su fe. La posición del gobierno, a partir de entonces, fue la de defender el laicismo estatal y el “derecho a ofender”, rescatando uno de los valores centrales del iluminismo.

Juan Soto Ivars es un español difícil de catalogar. Escritor, ensayista, periodista, pensador, pero fundamentalmente una voz incómoda contra la corrección política y el pensamiento único. En su último libro, La casa del ahorcado, se propone ir de frente contra los riesgos de reducir el discurso público a aquello que no ofende a nadie.

Incómodo
Soto Ivars es un pensador incómodo, un progresista rechazado desde ese espacio por no abrazar dogmas que pretendan conculcar derechos a partir de buenas intenciones enunciadas en abstracto. Eso lo ha convertido en un hereje por los que dicen enarbolar las banderas de la igualdad y la ampliación de derechos.

En una nota titulada “El comodín tramposo de los discursos de odio” afirma que, en un punto, “llegamos a lo más retorcido (y divertido) del asunto: quien usa la falacia del discurso de odio quiere hacer creer, de paso, que él no odia; es decir, que los que odian son ésos a los que él odia. Es una forma de rebajar al adversario y elevarse uno mismo, porque el odio es una cosa fea y hay gente que quiere fingirse impermeable a los malos sentimientos. Sólo así es entendible, por ejemplo, que los grupúsculos más matones y agresivos de Twitter participen en campañas contra el odio que terminan pareciendo la ceremonia de los dos minutos de odio de la novela 1984”.

Al final, esa causa noble en contra de los discursos de odio termina ocultando al monstruo del pensamiento único, el verdadero responsable del odio al que piensa distinto; el verdadero riesgo para los que ejercemos tareas vinculadas a la reflexión, a la expresión y a la opinión.

(*) Licenciado en sociología y en ciencia política (UES21).

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