Por Florencia G. Rusconi (*)
El legado de sus palabras y su trabajo aparecen en las constituciones de un gran número de
naciones y en un cuerpo de ley internacional en evolución
El mes de marzo es el mes de la mujer. Por ello, es imperioso en estas líneas recordar a una mujer: Anna Eleanor Roosevelt (1884-1962). Eleanor fue una escritora, diplomática, activista por los derechos humanos y feminista. Fue primera dama de Estados Unidos, esposa del presidente Franklin Delano Roosevelt. Además, es considerada como una de las líderes que más influyó en el siglo XX.
Veámosla como:
Defensora de los Derechos Humanos. Como presidente de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Eleanor Roosevelt fue la fuerza impulsora que en 1948 creó la declaración que siempre será su legado: la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Nacida en la ciudad de Nueva York, Eleanor se casó en 1905 con Roosevelt, un político en auge, y se involucró completamente en el servicio público. Para cuando llegaron a la Casa Blanca, en 1933, como presidente y primera dama, ella ya estaba profundamente involucrada en cuestiones de derechos humanos y de justicia social.
Al continuar su trabajo en nombre de la gente, abogó por derechos iguales para mujeres, afroamericanos, trabajadores de la época de la depresión, dando inspiración y atención a sus causas.
Valientemente y con franqueza apoyó públicamente a Marian Anderson cuando en 1939 se le negó a esa cantante negra el uso de la Sala Constitución de Washington debido a su raza. Eleanor Roosevelt se encargó de que en lugar de eso Anderson cantara en los escalones del monumento conmemorativo a Abraham Lincoln y creara una imagen perdurable e inspiradora de valentía personal y derechos humanos.
Delegada de EEUU en las Naciones Unidas. Eleanor fue nombrada delegada en el organismo internacional por el presidente Harry Truman, quien había llegado a la Casa Blanca después de la muerte de Roosevelt en 1945. Como cabeza de la Comisión de Derechos Humanos (creada el 12/8/1946) jugó un papel decisivo en la formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que presentó a la Asamblea General de las Naciones Unidas con estas palabras: “Nos encontramos hoy en el umbral de un gran acontecimiento tanto en la vida de las Naciones Unidas como en la vida de la humanidad. Esta declaración bien puede convertirse en la Carta Magna internacional para todos los hombres en todo lugar”.
Llamada por Truman “Primera Dama del Mundo” por sus logros humanitarios a lo largo de toda su vida, Eleonora trabajó hasta el fin de su vida para conseguir la aceptación e implementación de los derechos establecidos en la declaración. El legado de sus palabras y su trabajo aparecen en las constituciones de un gran número de naciones y en un cuerpo de ley internacional en evolución que ahora protege los derechos de hombres y mujeres por todo el mundo.
No recordaremos aquí el laberinto de negociaciones diplomáticas y batallas contra la insensatez en que se embarcó Eleanor para que la Declaración Universal de los Derechos del Hombre fuese aprobada hace 71 años (1948) en Ginebra, no sin reparos serios de algunos países.
La mujer había enviudado diez meses antes de partir como emisaria de su país, a comienzos de 1946, a la conferencia general de las Naciones Unidas que iba a celebrarse en Londres. No tenía experiencia en un tema en el que habían fracasado pensadores ilustres. Desde Jean-Jacques Rousseau hasta H. G. Wells, y parecía una mera figura decorativa en un cuadro que incluía a dos secretarios de Estado, un premio Nobel de la Paz y un senador prominente.
Para imaginar una declaración de los derechos del hombre hace falta una dosis extraordinaria de utopía. Eleanor carecía de ese atributo. Lo único que le sobraba era sentido común.
De un borrador a otro
Hay un verdadero abismo entre las palabras y los hechos, y Eleanor Roosevelt lo sabía mejor que nadie. Le llevó más de 80 reuniones (e invitaciones a delegados de cada país a tomar té en su residencia) y 160 enmiendas a los tres borradores de la declaración universal antes de que 23 de los 30 artículos fueran aceptados por unanimidad. Los otros siete artículos tuvieron opositores obstinados.
Arabia Saudita no quería que se reconociera la igualdad de derechos entre los cónyuges; el bloque de países comunistas objetaba la intromisión de las Naciones Unidas en “la soberanía de los Estados miembros”; y a Sudáfrica, donde regía la discriminación racial, le molestaban todas las consignas de igualdad…
Durante una de las infinitas reuniones, en marzo de 1947, la delegación de los Estados Unidos quiso imponer lo que entonces se conocía como la Doctrina Truman. Planteaba a las naciones la obligación de elegir entre la libertad y el totalitarismo.
En Argentina, Juan Domingo Perón aprovechó el momento y lanzó su idea de la “tercera posición”. Los soviéticos, a su vez, reaccionaron indignados contra lo que consideraban una hipocresía norteamericana, porque se predicaba la libertad en un país en el cual aún había discriminación racial en las escuelas y los negros no podían lavarse la cara en las mismas piletas que los blancos.
Eleanor Roosevelt acusó el golpe con resignación. Habría podido replicar mencionando los gulags del “padrecito” Stalin, pero el mundo no estaba enterado de ese oprobio.
Y en los sucesivos cambios de un borrador a otro, cuando se lee la versión final a la luz de lo que deparó la historia después de 1948, es patético advertir cómo la mayoría de los países aprobó decisiones que luego violaría de manera flagrante.
El proyecto de declaración se sometió a votación el 10 de diciembre de 1948 en París, y fue aprobado por los que entonces eran los 58 estados miembros de la Asamblea General de la ONU, con 48 votos a favor y las ocho abstenciones de la Unión Soviética, los países de Europa del Este, Arabia Saudita y Sudáfrica. Además, otros dos países miembros no estuvieron presentes en la votación. No hubo votos en contra.
En el momento de su muerte, Eleanor Roosevelt había llegado a ser una política venerada e influyente y seguía participando en la política del Partido Demócrata. John F. Kennedy había buscado asiduamente su apoyo para su campaña presidencial y la nombró presidenta de la Comisión Presidencial Sobre la Condición Jurídica y Social de las Mujeres en 1961.
A su vez, ella lo presionó para que ubicara a más mujeres en posiciones de poder en su administración.
Es paradójico que la Declaración Universal de los Derechos Humanos haya marcado el principio de la Guerra Fría, la carrera armamentista y la carrera espacial.
Los 30 artículos de la declaración no cambiaron el mundo ni atenuaron la desigualdad o la injusticia, pero siguen siendo invocados con un respeto tan sacramental como los diez mandamientos. Casi todas las naciones africanas que se independizaron después de 1950 copiaron esas normas básicas y el texto ha servido de modelo para 19 constituciones de otros tantos países asiáticos y europeos.
*Abogada – Docente jubilada de la cátedra de Derecho
Internacional Público de la Facultad de Derecho de la UNC
Excelente nota.