ESCUCHARDe raíces atávicas y atravesando todo el siglo pasado, la tensión entre esas dos naciones sigue generando una permanente inestabilidad en Medio Oriente, punto estratégico económico, político y militar
Por José Emilio Ortega y Santiago Martín Espósito (*)
Después de la Primera Guerra Mundial, al desmembrarse el Imperio Otomano, se estableció un mandato británico sobre Palestina, que incluyó una promesa de patria para el colectivo judío (Declaración de Balfour, de 1917).
Luego de la segunda posguerra, creada la Organización de Naciones Unidas (ONU), por resolución de su Asamblea General, se plantea la división de la región histórica en dos Estados: uno palestino, de 11.800 km2, y otro israelí, de 14.500 km2.
La ciudad de Jerusalén, geográficamente enclavada entre ambos, sería considerada zona internacional bajo administración de la ONU.
En 1948, la Declaración de Independencia de Israel y su pretensión de ingresar en la ONU motivó una respuesta armada de vecinos árabes: Siria, Egipto, Irak, Líbano y Transjordania (actual Jordania). Finalizada la guerra en 1949, se firmarían armisticios con cada uno de los países árabes beligerantes.
El triunfo del nuevo Estado de Israel fue contundente. Si la partición de ONU le otorgaba56% del territorio regional, finalmente ocuparía78% de la antigua Palestina.
El desplazamiento masivo de la población árabe fue crítico: más de medio millón de árabes-palestinos fueron desplazados e impedidos de regresar. Mientras, la población judía se triplicaba hacia 1951.
En tanto, los mismos Estados árabes que procuraron interferir la consolidación de Israel hicieron lo propio con Palestina. Jordania anexó Cisjordania -de una extensión de 6.257 km2-, mientras que la Franja de Gaza -pequeño territorio de 360 km2 que bordea el mar Mediterráneo y que limita con Egipto e Israel- quedó bajo el control militar egipcio.
En 1967, después del bloqueo egipcio de buques israelíes en el golfo de Ákaba (mar Rojo), se produjo la Guerra de los Seis Días. Tras la victoria, Israel ocuparía Jerusalén Este, Gaza, Cisjordania, los Altos del Golán (Siria) y la península del Sinaí (Egipto). En 1973, el ataque sorpresa de Egipto y Siria contra Israel originó la guerra del Yom Kipur. Otra derrota egipcia deriva en la vía diplomática, concluida con los acuerdos de Camp David del año 1979. Jordania haría lo mismo en 1994.
La serie de conflictos motivó el surgimiento de movimientos de resistencia palestinos que se encausarían finalmente bajo el control de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), creada en 1964.
Los acuerdos de Oslo de 1993 implicaron un reconocimiento palestino del Estado de Israel; que reconoció entidad a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) para gobernar de manera transitoria los territorios ocupados. Entre los palestinos, el acuerdo contó con el rechazo absoluto de Hamás, movimiento islamista que ejecutó actos terroristas contra Israel, en especial por medio de ataques suicidas.
Después del asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabin, en 1995 -uno de los promotores del acuerdo-, se puso un freno a la puesta en marcha del proceso de paz. A Rabin lo sucedieron gobiernos laboristas y de derecha sin interés en retomar la agenda de paz.
El inesperado triunfo de Hamás en las elecciones parlamentarias de 2006 abrió un capítulo sin precedentes en la política interna palestina: el Partido de Fatah -nacionalistas laicos, al que pertenece el actual presidente de la Autoridad Nacional, Mahmud Abbas-, perdió el control de Gaza a manos de Hamás. Israel reaccionó estableciendo sanciones económicas contra la Franja y un bloqueo que impide la circulación de personas y bienes al exterior o en su interior, lo que ha generado una crisis humanitaria.
Desde que Hamás controla Gaza, ésta fue plataforma de lanzamiento de misiles contra el sur de Israel.
La persistencia de los ataques generó la respuesta hebrea: bombardeos indiscriminados contra la población civil y hasta operaciones terrestres en 2008-09, 2012 y 2014. Bajo esta triste lógica transcurrió la última década, atizada por la polémica decisión del presidente Trump de trasladar la embajada de Estados Unidos en Israel de Tel Aviv a la ciudad de Jerusalén, hoy dividida en dos, como sucedió en la Berlín de la Guerra Fría: con una zona israelí y otra palestina.
Recientemente, Israel sancionó una ley básica -que se diferencia de aquellas ordinarias por ser más difíciles de derogar ya que ese país no cuenta con una Constitución formal- que la define como el “Estado nación del pueblo judío” y consagra a Jerusalén “completa y unida” como su capital. A su vez, la ley otorga a los judíos de forma exclusiva “el derecho de autodeterminación nacional en Israel”, degrada el uso del idioma árabe y declara de interés nacional la creación de asentamientos puramente judíos.
Israel tiene más de 8,5 millones de habitantes: 6,5 millones son judíos (74,6%) y 1,8 millón (20,9%) son árabes. La ley formaliza y explicita la discriminación de ciertas minorías en Israel. No parece nacida de un impulso: evidentemente abrirá un período muy particular, en el cual deliberadamente desafía la caracterización del universal concepto de ciudadanía.
El retiro del debilitado y vetusto imperio británico de la región en la posguerra abrió el espacio para nuevos posicionamientos que no tardaron el seguir el ritmo de la Guerra Fría. Pero Palestina, de las más antiguas de nuestra civilización, presentaba un hondísimo conjunto de particularidades culturales, políticas, demográficas mal sopesadas; que siete décadas después siguen resultando cuentas pendientes en la agenda mundial.
Los israelíes hallaron su destino. Los palestinos, aún esperan. Las grandes potencias y la ONU no pueden eludir su responsabilidad. Aquí la historia parece no avanzar.
(*) Profesores de Derecho, UNC
