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Un defensor ingenioso

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 Por Luis R. Carranza Torres

Apeló a los aspectos menos esperables en materia de pruebas para construir su caso  

El juicio de los principales líderes nazis ante el Tribunal Militar Internacional se inició oficialmente en la ciudad alemana de Nuremberg el 20 de noviembre de 1945, seis meses y medio después de que el Tercer Reich capitulara. Se integraba con jueces de los cuatro países aliados (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética) y un equipo también cuatripartito de fiscales. Geoffrey Lawrence, juez principal de Gran Bretaña, fue nombrado el presidente del tribunal. Los reglamentos del juicio eran una delicada amalgama de normas del common law y el derecho continental. Un equipo de traductores aseguraba la disposición de todo lo dicho en la sala en los cuatro idiomas del proceso: inglés, francés, alemán y ruso. Al personal que participaba del proceso se le sumaban unos 400 visitantes diarios, así como 325 corresponsales acreditados de 23 países.
Entre quienes debían comparecer allí en calidad de acusados, se hallaba el último jefe de la marina alemana y gobernante del Reich luego del suicidio de Hitler, Karl Dönitz. Seis meses antes, luego de rendirse a los aliados en Reims y a los soviéticos en Berlín, había sido citado por la Comisión Aliada de Control junto con otros militares alemanes a bordo del buque «Patria», donde estaba alojada dicha comisión. Todavía, más nominalmente que otra cosa, era el Reichspräsident (literalmente, «Presidente del Imperio») del país.
Allí, sin ningún tipo de honores ni cortesías, frente a los jefes de la Comisión Aliada de Control, el general estadounidense Rooks, su homólogo soviético Truskov y el brigadier británico Ford, se les leyó la orden por la cual todo el Alto Mando de la Wehrmacht quedaban detenidos a partir de ese momento. Si bien en primer término recibieron el trato de prisioneros de guerra, luego fueron formalmente acusados de crímenes contra la paz, llevar a cabo guerras de agresión, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Salvo por la cuarta categoría, Dönitz fue acusado de todas las demás.
El último Großadmiral (Gran Almirante) de la marina germana, enterado de que iba a ser juzgado, eligió a un abogado naval para que lo defendiese: Otto Heinrich Kranzbühler, una rara mezcla de marino y letrado que había alcanzado la máxima jerarquía jurídica en la armada a la edad de 38 años.
Impecable en sus modales y aspecto personal, Kranzbühler conjugaba un gran conocimiento tanto de los aspectos navales como de lo jurídico, sobre todo en cuanto a la ley internacional del mar. Era metódico en su trabajo, tenía una brillante retórica y poseía una lógica de ajedrecista para argumentar sobre las pruebas. Dicho último aspecto, se reveló crucial durante el juicio.
Ya en el inicio del proceso llamó la atención de todos al presentarse, ignorando las órdenes aliadas de vestir de civil, luciendo su uniforme azul naval de servicio, con los cuatro gruesos galones dorados en la manga de Capitán de Navío y la insignia del cuerpo jurídico de la armada por sobre ellos.
Sólo un pequeño detalle diferenciaba su uniforme del usado en la Kriegsmarine del III Reich: le había quitado de la parte derecha del pecho la Wehrmachtsadler o águila de las fuerzas armadas, ese marcial pajarraco con las alas abiertas que se aferraba por las garras a una esvástica rodeada por una corona de hojas de roble y que los nazis habían impuesto en todos los uniformes militares luego que se hicieran con el poder.
Por ser un uniforme cuyo uso los aliados habían autorizado para los miembros de la Administración de Desminado, a la que Kranzbühler pertenecía, nada pudieron decirle. Más aún, creyendo que se trataba de una autoridad, los guardias rusos le presentaron armas al ingresar al edificio.
Fue un gesto calculado: era el único alemán de uniforme en la sala. Nada de lo que decía o pedía podía pasar desapercibido. Sus diferencias con los demás no quedaron allí: mientras que los fiscales y los jueces se refirieron a su defendido simplemente como «Karl Dönitz», él lo nombraba por su grado naval como «Herr Großadmiral». No por vanidad, sino para enfatizar los rasgos navales conque debían apreciarse las acusaciones en contra de su defendido.
De mediana estatura, con un fuerte dominio de sí mismo, hablaba con frases cortas, lógicas y claras. Al plantear sus argumentos iniciales de defensa, tanto el fiscal jefe, el estadounidense Robert H. Jackson, como los demás integrantes de las diferentes delegaciones aliadas que la conformaban, pudieron ver que la estrategia de Kranzbühler se apartaba de las seguidas por los otros abogados de los líderes nazis. En lugar de victimizarse, expresarse sobre la ilegalidad del tribunal o reivindicar al nazismo, hacía hincapié en la falta de lógica o lagunas en la redacción de los cargos respecto de Dönitz, apelando a las propias normas y principios del derecho de los países juzgadores o del derecho internacional que habían adoptado como pauta para efectuar el juzgamiento. Muchos de los testigos que solicitaba eran oficiales aliados, así como la mayoría de los documentos que exponía.
Como lo verían poco después en la sala del tribunal, Kranzbühler no se proponía otra cosa que utilizar las normas, los documentos y los militares aliados para librar a su cliente de una condena, más que probable, a la pena capital.

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