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Sobre estatuas y tardías reconstrucciones de un pasado común

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Son curiosos los comportamientos de las sociedades a la hora de interpretar el pasado. Por estos tiempos, las diferentes visiones han dejado de saldarse en debates académicos o por los medios de comunicación. 

Los contendores optan por la violencia en contra del mobiliario urbano y ataques a estatuas, efigies, monumentos, bustos y conjuntos arquitectónicos que rememoran hechos y personajes de la historia. 

Ya sean derribadas, destruidas, pintadas o “grafiteadas”, estas estatuas personifican una nueva dimensión de lucha: la conexión entre los derechos y la memoria. De esa manera, ponen de relieve el contraste entre el estatus de las clases dominantes y los sujetos poscoloniales como minorías estigmatizadas y embrutecidas. “Y (se pone en relieve) el lugar simbólico dado en el espacio público a sus opresores; un espacio que también conforma el entorno urbano de nuestra vida cotidiana”, afirma el historiador Enzo Traverso.

La aldea global enfrenta un auténtico desafío cuando se pregunta cuál es la estatua o monumento más significativo del mundo. Algunos dirán que es la Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad; otros se inclinan ante el Cristo Redentor del Corcovado y, para nosotros, el dilema es mayor. Nos debatimos entre el imponente monumento a José Martí, en la Plaza de la Revolución de La Habana y algunos conjuntos dedicados a Don Quijote y Sancho Panza, ubicados en “algún lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” 

Otro dilema a dilucidar -sin ánimo de competencia- es señalar al héroe de la independencia americana más homenajeado. Bolívar, San Martín, Washington, Sucre, O’Higgins y un largo etcétera de entorchados en desmedro de los civiles que tuvieron tanta o mayor significación en la construcción de nuestras naciones. 

Cada estatua representa un momento simbólico. Marcan a fuego el perfil de la nación y el instante histórico que vivían. No es casual que un presidente militar -elegido democráticamente- haya impuesto a otro militar como modelo ciudadano y numen de la nacionalidad en su país.

Desde hace mucho tiempo hemos asistido a espectáculos penosos con tintes de venganza o ignorancia. El mejor ejemplo fue el “descuartizamiento oficial” que sufrió la estatua de Cristóbal Colón en la ciudad de Buenos Aires. Un episodio lamentable jamás explicado con claridad, salvo que se cedió a la voluntad omnímoda del gobernante de turno cuya decisión facilitó el robo o sustracción de partes fundamentales del conjunto conmemorativo.

Igual suerte han corrido otros monumentos del almirante y de los conquistadores del siglo XVI, en un afán de detener el tiempo y conjurar los fantásticos efectos que el mestizaje produjo en el más colorido de los continentes.

Dura es la tarea de hacer entender que este espacio geográfico fue -antes, ahora y después de la llegada de los “cara pálida”- un territorio de guerras de conquista. 

Los enfrentamientos sangrientos entre los pueblos originarios fueron cotidianos. Los arqueólogos encuentran altares donde se sacrificaron a los derrotados, a adolescentes y niños para saciar el apetito sanguinario de los dioses precolombinos. Tan asesinos como el dios que llegaba del otro lado de “la mar Océano”.

Sin duda, los patriotas de la independencia tienen merecidos lugares en plazas y calles de casi todas las ciudades y pueblos de América. 

Vaya pues una lista tentativa a vuelo de pluma sin que su orden arbitrario signifique menoscabo alguno a su grandeza: Francisco de Miranda, Antonio Nariño, Gerónimo Espejo, José María de Cordova, Miguel Hidalgo y Costilla o José María Morelos. También José Antonio de Sucre, José Gervasio de Artigas, José Francisco de San Martín y Matorras, Bernardo de O’Higgins, José Martí o Eugenio María de Hostos y un enorme etcétera.

En ese imaginario altar ciudadano que son las ciudades no faltan estatuas o efigies de presidentes y gobernantes, aunque es dable señalar que se han filtrado dictadores, delincuentes comunes, traficantes de esclavos, genocidas piratas y corsarios. 

En este escenario, no faltan en la monumentalia urbana otras figuras relevantes de las ciencias y las artes. Que, como todas, en su momento levantaron olas de protesta y cuestionamiento por su origen racial o religioso. 

Ésa es una de las razones por las cuales casi no es posible encontrar bustos sin vandalizar que recuerden a Jonas Salk, Albert Sabin o Albert Schweitzer. En este último caso, los suyos volaron por los aires el mismo día en Argentina, Chile y Bolivia, producto de una acción conjunta de las fuerzas represivas que actuaban en el marco del Plan Cóndor. 

Decíamos que la polémica histórica y política se vuelca a las calles y plazas. 

El momento más complejo y de mayor tensión en esta batalla simbólica se produjo durante la conmemoración del V Centenario de la llegada de la Santa María, la Pinta y la Niña.

Se fueron sumando destrozos, pintarrajeadas en los monumentos a Colón y se llenaron los muros con consignas antihispanistas. Son los mismos que celebraron el 11 marzo de 2001 que los talibanes volaran en pedazos los famosos budas de Bamiyán, que durante más de 1.500 años vigilaron como silenciosos centinelas los impresionantes acantilados del Valle de la Seda, en la parte central de Afganistán.

La locura no tiene fronteras ni ideologías. Los nacionalistas -en su enorme disparidad ideológica- transformados en agentes del anticomunismo destrozaron todas las estatuas y bustos que se erigieron en América en homenaje al Che Guevara. 

Por estos días, la derecha chilena sueña con despeñar la estatua de bronce reforzado con hierro del presidente Salvador Allende, situada en la Plaza de la Constitución del Palacio de La Moneda. 

Estamos otra vez ante un cruce de caminos. Debemos dilucidar si estos hechos tan cercanos al vandalismo tienen contenido político o si se trata del resurgimiento de una institución que, nacida en la antigüedad clásica, transcurre con diversos nombres y que los romanos denominan “condena de la memoria”.

La práctica tenía como objetivo eliminar de las conmemoraciones públicas a emperadores, reyes, cónsules y personalidades destacadas cuya presencia resultaba molesta o peligrosa para los nuevos dueños del poder. Decisión que solía tomar el pleno del Senado romano, que incluía hasta la prohibición de usar el nombre de esas personas.

La mayoría de los expertos coincide en señalar que la fórmula Damnatio memoriae es un término moderno no utilizado en la antigüedad. El primer documento académico del cual se tiene noticia en el cual se utiliza dicha expresión data de 1689 y es una tesis jurídica escrita en Leipzig por Christoph Schreiter titulada De Damnatione Memoriae.

La construcción de la nueva memoria, del nuevo relato, necesita de escribidores “convencidos” de que serán los responsables de hacer una relectura de la historia y de las relaciones sociales. A ese conjunto de funcionarios estratégicos se suman “los nuevos censores”, para que el trabajo con el pasado sea aprehendido por la sociedad manu militari.

Para mejor comprender esa tarea, sería importante intentar una relectura del libro Piel negra, máscaras blancas (1952), de Frantz Fanon, en el que afirma: “El hombre negro se contentó agradeciéndole al hombre blanco, y la prueba más palmaria de este hecho es la impresionante cantidad de estatuas que se erigieron por toda Francia y colonias para mostrar a la Francia blanca acariciando el cabello rizado de este bonito negro cuyas cadenas acababan de romperse”.

Es decir, trabajar con el pasado no es una tarea abstracta o un ejercicio puramente intelectual. Requiere de un esfuerzo colectivo que no puede disociarse de la acción política. Destaca Traverso que éste es el significado de la iconoclastia de estos últimos tiempos, que avisa que se ha consolidado un compromiso de contramemoria y una nueva investigación histórica desarrollada por una multitud de asociaciones y activistas que merece especial atención y una crítica constructiva. La iconoclastia, como toda acción colectiva, merece atención y crítica constructiva. 

¿Estigmatizar es exonerar una historia de opresión?

Comentarios 1

  1. Ricardo Gustavo Espeja says:

    No por el contrario, es con lucidez debemos dejarlo ,para recordarlos y no olvidarlos para estar listos para evitar que se vuelvan
    a vivir esos recuerdos trágicos. «Olvidar el pasado es condenarse a repetirlo»

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