Hay vidas jurídicas, a lo largo de la historia, que han conducido a la santidad.
Por Luis R. Carranza Torres
Un viejo chiste popular postula que no existen abogados en el paraíso. Por el contrario, aquí en la tierra varios colegas alcanzaron el umbral de santidad según la religión Católica Apostólica Romana.
El más conocido de ellos, cuya devoción se halla inmensamente difundida -incluso más allá de los márgenes de dicha religión- es San Expedito, patrón de las causas justas y urgentes.
Aunque en nuestra experiencia personal lo hemos visto ser invocado más por razones de urgencia procesal que de justicia de fondo.
Se trata de un santo discutido hasta en su misma existencia. En el Martirologio romano antiguo -un catálogo de mártires y santos de la iglesia Católica- se nombraba a un mártir bajo ese nombre (“Expeditus”).
De acuerdo con la tradición se trataba de un tribuno militar, a cargo de la Legión XII Fulminata, desplegada en la antigua Armenia, hoy capadocia turca, en el confín oriental del imperio. Por eso se lo representa con el uniforme de un soldado romano. Tras su conversión al cristianismo protegió a los cristianos de las persecuciones oficiales, lo que llevó a ser detenido junto a otros militares conversos por orden directa del emperador Diocleciano. Al negarse a abjurar de su fe, fue ejecutado en el año 303 junto a otros cinco soldados, en Melitene. Tras flagelarlos y en virtud de que no abandonaron su cristianismo, se los decapitó.
El papa Urbano VIII lo beatificó en 1629 y Clemente X dispuso su canonización en 1671. Sin embargo, los cuestionamientos de su existencia histórica no decayeron, siendo luego retirado de las celebraciones oficiales. Actualmente no figura en la edición del año 2001 del libro de mártires y santos de la iglesia Católica. No obstante, en muchas iglesias sigue habiendo imágenes y se le sigue tributando culto público informal, no litúrgico, por lo que se sitúa en esa categoría intermedia de resultar “tolerado” extraoficialmente, sin ser admitido en definitiva. Una zona gris, similar a la que algunos abogados tienen que hacer frente en ocasiones.
Un abogado “oficialmente” santo sin discusión alguna es San Alfonso María de Ligorio, patrono de los abogados católicos, los confesores, así como de los abogados militares y los servicios jurídicos castrenses. Nacido el 27 de septiembre de 1696, cursó sus estudios de derecho en la facultad del ramo en la Universidad de Nápoles, destacándose por su precocidad, lo que le permitió obtener a los 16 años el grado de doctor en derecho civil y en derecho canónico.
Tuvo un buen suceso en el ejercicio de la profesión pero terminó desencantado de ella a causa de la corrupción imperante en los procesos y ámbitos tribunalicios de su tiempo.
Ordenado sacerdote, fundó el 9 de noviembre de 1732 la Congregación del Santísimo Redentor, orden conocida hoy como Redentoristas. Impuso una renovación en la formas de la iglesia, en particular de misionar, para acercarla a la gente y elevar el nivel del clero. Se opuso a los formalismos y rigorismos carentes de sentido, que en su opinión “cerraban a la gente los caminos del Evangelio”. E
n 1762 fue nombrado por el papa obispo en la diócesis de Agatha dei Goti, en el sur de Italia. Su producción escrita supera el centenar de títulos, en 21.000 distintas ediciones y traducciones. Muerto el 1 de agosto de 1787, tan sólo 20 años después, en 1807, la iglesia Católica declaró la heroicidad de sus virtudes. Se lo beatificó en 1815 y fue canonizado por el papa Gregorio XVI el 26 de mayo de 1839. Además, en 1871, Pío IX lo declaró Doctor de la Iglesia. Tal título se otorga sólo a santos muy contados quienes, por su erudición, se destacan como “eminentes maestros de la fe para los fieles en todos los tiempos”. El suyo ha sido el único caso en la historia eclesiástica que lo recibió antes de un siglo de acaecida su muerte.
Un santo que realizó el camino inverso a San Alfonso -es decir, se inició en la vida monástica y terminó en los tribunales- fue Thomas More, más conocido entre nosotros por la castellanización de su nombre: Tomás Moro. Hacia 1501 ingresó en la Tercera Orden de San Francisco, viviendo como laico en un convento cartujo hasta 1504, dedicado al estudio religioso. Antes de eso, tras estudiar en Oxford sin graduarse, estudió derecho primero en el New Inn de Londres y luego en el Lincoln’s Inn, instituciones ambas que habilitaban el ejercicio de la abogacía.
La ejerció hasta ser nombrado miembro del parlamento. Luego fue elegido juez y subprefecto en la ciudad de Londres, ministro de Justicia y asesor jurídico del rey Enrique VIII. Pese a tener una amistad personal con éste, al negarse a convalidar la separación de la iglesia de Inglaterra de la autoridad del papa fue encarcelado en la Torre de Londres, pese a haber renunciado a todos sus cargos, y decapitado por traidor el 6 de julio de 1535. Nada es tan terrible como las sentencia de los que se suponen amigos.
Moro es santo y mártir por partida doble, tanto por la iglesia Católica como por la Anglicana.
Y un ejemplo más que, pese a las malas lenguas, hasta la santidad es posible en nuestra profesión de abogados.