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San Gregorio Magno y los siete defensores de la Iglesia

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La preocupación papal por los más desprotegidos llevó a establecer una forma de abogacía aún presente

Antes que monje, Papa y luego santo, Gregorio fue abogado. Tal era la importancia de ello que Henry Hart Milman, al caracterizarlo en su obra History of Latin Christianity, lo define como tal en primer término: “Era un abogado romano de oficio, administrador y monje, misionero, predicador y sobre todo un médico de las almas y un líder”. Fue uno de los grandes arquitectos del Papado y el verdadero padre de la institución en la época medieval.

Nacido en Roma en el año 540 en el seno de una rica familia patricia romana, la gens Anicia, antes de iniciar su vida monacal estudió derecho, ejerció en el foro y desempeñó varios cargos públicos, incluyendo el de praefectus urbis, la dignidad civil más grande a la que podía aspirar en la ciudad.

Fue el primer monje en ser elegido Papa. Profundamente místico, se distinguió por su oratoria, tolerancia, administración atinada, fervor misionero y por efectuar diversas reformas, con gran tacto, en el clero y la liturgia. Dejó además varias obras escritas (Regla pastoral, Diálogos, Sacramentario y Antifonario).

Su papado hizo adquirir a la iglesia romana un gran prestigio en todo occidente, diferenciándose del declinante Imperio Romano. Por ello se lo calificó como “Magno” y es considerado uno de los cuatro padres de la iglesia Católica; así como “doctor de la iglesia”, además de santo católico, también figura entre las celebraciones del calendario luterano de santos.

Por si fuera poco, se lo considera además abogado de las almas del purgatorio y fue el primero de los pontífices en titularse «siervo de los siervos de Dios», que luego emplearían los sucesivos papas.

Caritativo y preocupado por el resguardo de las personas más vulnerables, dio forma a una institución jurídica que sigue hasta nuestros días.

Es así que designó a siete abogados como “defensores de la iglesia”, con la misión de proteger a los pobres desde el derecho. No por nada Gregorio significa «el vigilante», en griego. 

Rafael González Fernández, en Las cartas de Gregorio Magno al defensor Juan, entiende que el cargo de defensor es un claro ejemplo de la influencia de las instituciones jurídicas romanas sobre la Iglesia. Como antecedente cita la creación, durante el Bajo Imperio, del defensor plebis, alrededor del año 368, por el emperador Valentiniano I. Asimismo, a principios del siglo V, los concilios de Cartago pidieron al emperador que nombrara defensores “adversus potentias divitum”, cuya función sería defender a los pobres y ocuparse de asuntos eclesiásticos.

La correspondencia de Gregorio muestra con precisión el lugar que ocupaban estos funcionarios laicos. Los defensores recibían la tonsura pero podían casarse, tenían su propia “scholae”, sus carreras estaban muy especializadas y no era extraño que el Papa los enviase en ciertas misiones delicadas, con implicancias jurídicas, fuera de Roma. 

En este sentido Vincenzo Recchia, en su obra Gregorio Magno e la società agricola, destaca el papel innovador de este papa al crear, entre otras instituciones, la schola de defensores. Un remoto antecedente de nuestros asesores letrados.

Sixto IV sumó cinco integrantes a los defensores de la iglesia. Además de la defensa de los pobres, “defendían” a los candidatos a la santidad en el rito de canonización y tenían intervención en la creación de nuevos cardenales. De ahí el nombre de “consistoriales”, que perpetúan hasta nuestros días.

Aun siendo abogados laicos, tenían el privilegio de usar la capa pluvial, pero sobre un solo hombro, durante las coronaciones papales y las canonizaciones. Actualmente sólo la usan los clérigos.

Uno de los abogados, Camillo Borghese, que estudió derecho en Padua, hijo de Marcantonio, decano de los abogados consistoriales, se desempeñó como tal antes de ocupar otros cargos, acceder a la púrpura cardenalicia y ser electo papa en 1605;  adoptó el nombre de Paulo V. 

Es ilustrativo, respecto de la función que se les encomendó, lo dicho en la Carta Apostólica “Motu proprio Iusti Iudicis”, escrita por Juan Pablo II el 28 de junio de 1988: “Siguiendo el ejemplo y las palabras de Jesucristo, justo juez (2 Tim 4, 8), la Iglesia, desde el inicio de sus existencia, ha sido particularmente sensible a los problemas de la administración de la justicia, y ello tanto en su propio ámbito como en las relaciones con los ordenamientos seculares en los cuales ella misma y sus fieles están llamados a vivir y a desarrollar su misión de salvación”. De allí, entre otras derivaciones, “Ha sentido como suya la necesidad de los pobres y de los débiles de ser asistidos también en el plano procesal, cuando sea necesario, para la tutela de sus propios derechos. Al cumplimiento de esta función, que tiene una dimensión eclesial, se dedican los abogados”.

Queda claro entonces que el resguardo jurídico de los vulnerables asume para los católicos un claro deber religioso. No lo es menos, concordando con Recchia, que la preocupación en la materia de San Gregorio Magno, al dar forma orgánica a una institución más que necesaria y que pervive hasta nuestros días.

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