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Otra esperanza frustrada

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Su asesinato privó a su país de un político clave en una época convulsa

Por Luis R. Carranza Torres

Después del asesinato de su hermano John, el 22 de noviembre de 1963, Robert Kennedy -Bobby para los afectos-se mantuvo en el cargo de fiscal general durante nueve meses más junto al nuevo presidente, el texano Lyndon Johnson.
El dolor por la pérdida de su admirado hermano no le quitó energía para proseguir con su agenda de ideales. No fue poco lo que consiguió -pese a la creciente distancia con Johnson- ese abogado comprometido con los derechos civiles: involucró al FBI en la investigación de la muerte de activistas proderechos civiles de Misisipi en 1964. Fue, también, uno de los principales impulsores del Acta de Derechos Civiles de ese año.
Todo ello a pesar de que se detestaba con Edgar Hoover, director del FBI. Éste siempre lo menospreció, lo consideraba “un chico rico cabeza hueca”. Al intimarlo Bobby a que integrara racialmente al FBI, en el que sólo había agentes blancos, la respuesta de Hoover fue nombrar agentes especiales a su chofer, su jardinero y al resto del personal de servicio que trabajaba en su residencia, todos ellos afroestadounidenses.

Renunció al cargo en septiembre de 1964, luego de saber que Lyndon no pensaba en él para ocupar el cargo de vicepresidente que ambicionaba. Fue elegido senador por el estado de Nueva York en noviembre. Era la primera vez que era electo para algo, luego de desempeñar los cargos más elevados del país, ya fuera oficialmente o de facto.
En un principio, Bobby negó que fuera a pelear por la candidatura demócrata a las elecciones presidenciales de 1968. Y, como pasa casi siempre, anunció su candidatura poco después. A finales de marzo, el presidente Johnson declaró que no iba a presentarse a la reelección. Vietnam había sido demasiado desgastante para él.
Aún traumatizados por el magnicidio de John Kennedy, los demócratas se esperanzaron en Bobby. No sólo había sido el ladero incondicional de John durante la presidencia sino que hasta se le parecía físicamente. Desde impedir una guerra nuclear con los soviéticos hasta mantener a Marilyn calmada, todo lo había hecho por su hermano mayor.
Ahora, por esas paradojas del destino, todo apuntaba a que iba a ganar las primarias de su partido y, salvo catástrofe, los comicios de ese año de 1968.
Segundón del carismático John hasta entonces, puesto en la arena política Robert demostró que nada tenía que envidiarle en golpes de efecto al difunto presidente. En marzo de ese año se sentó con el líder campesino estadounidense y activista de los derechos civiles César Chávez y compartió con él un pedazo de pan, poniendo así fin al ayuno de 25 días que se había autoimpuesto Chávez por condiciones de trabajo más dignas y justas para los trabajadores del campo en California, mayormente latinos. Un mes después, en abril, las palabras dichas a una masa enardecida en Indianápolis, frente a la noticia del asesinato de Martin Luther King Jr., lograron aquietar los espíritus más belicosos, siendo la única ciudad en Estados Unidos en que no se registraron desmanes.
Era una rara mezcla de izquierdas y derechas, con buena “facha” y mejor oratoria. Progresista en materia de integración racial y derechos civiles, era conservador en otros temas, como la defensa de la familia tradicional o el posicionamiento contra el aborto.

Por eso caía bien tanto a los obreros industriales como sus empleadores, y era bienvenido tanto en una reunión de pacifistas como en otra de una agrupación del veteranos de guerra. Bobby era más que digerible para el descontento de los derechistas y los liberales como a la frustración social de pobres y ricos por igual. Para mejor, con una clara postura de no violencia, compromiso cívico y cultura democrática. En suma, el candidato ideal, que podía votar tanto la nieta rebelde como la abuelita conservadora.
Parecía un camino cubierto de rosas hacia la Casa Blanca. En la medianoche del 6 de junio de 1968, después de ganar las primarias en Dakota del Sur y en la vital California, Bobby pronunció un discurso de agradecimiento a sus electores en el Hotel Ambassador de Los Ángeles. Ya sintiéndose, un poco, presidente de los Estados Unidos.
Pero el destino es algo raro y, no pocas veces, malditamente cínico. Luego de ello, mientras estrechaba manos por un pasillo lleno de gente, un joven de 24 años, de ascendencia palestina, Sirhan Bishara Sirhan, le disparó cinco veces al pecho con un revólver del calibre 22. El mismo calibre de munición que, seis años antes, había matado a su hermano en Dallas. Otra vez un episodio confuso, con un matador por demás extraño y una causa para matarlo que no convencía a casi nadie: su apoyo a Israel por la Guerra de los Seis Días.
Con Bobby tirado en el pasillo junto a otros heridos, su esposa Ethel a un lado suyo pedía a las personas por un médico. Fue trasladado de urgencia al hospital Good Samaritan, donde moriría 26 horas más tarde. Tenía solo 42 años. Dejaba no sólo a diez hijos huérfanos sino a una esposa viuda, embarazada de tres meses. Seis meses después nació Rory Elizabeth Katherine, la undécima de sus hijos.
Un presidente que no llegó a ser. Es difícil de decir cuál hubiera sido el legado de su gobierno. Lo que no le cabe dudas a nadie es que la historia de Estados Unidos y del mundo hubiera sido algo distinta.

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