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Opresión, guerra, tortura y muerte: una constante en la historia centroamericana

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Por Silverio E. Escudero

Repasar la historia de Centroamérica es adentrarnos en la historia de la infamia y la traición. Es la historia de una clase dirigente a la que no le importó jamás la suerte de su pueblo, y la de
fuerzas armadas serviles del imperialismo, siempre dispuestas a comportarse como un ejército de ocupación dentro de las fronteras de sus propias naciones

América Central ocupa un lugar clave en la historia antiimperialista de nuestro continente. Ha sido y es la primera gran trinchera resistente ante los furiosos embates de Estados Unidos, que procura someter todas las naciones de todo el continente.
Por eso, hoy llega a nuestra mesa de trabajo el tema, a manera de disculpas de una Argentina que jamás entendió la magnitud de la batalla por la libertad que emprendieron las siete naciones centroamericanas que desafiaron al más poderoso imperio de la historia del continente.
Repasar la historia de Centroamérica es adentrarnos en la historia de la infamia y la traición. Es la historia de una clase dirigente a la que no le importó jamás la suerte de su pueblo, y la de fuerzas armadas serviles del imperialismo, siempre dispuestas a comportarse como un ejército de ocupación dentro de las fronteras de sus propias naciones.
Larga es la memoria de tanta infamia y escaso el espacio destinado a este brevísimo ensayo. Venimos, eso sí, envueltos en las banderas de los mejores luchadores, de los honestos combatientes que enfrentaron con sus manos o con su azada las imposiciones del coloso, convencidos -al decir del hondureño José Cecilio del Valle (1777-1834)-: “Las revoluciones nacen del choque de los gobiernos con el pueblo”. La guerra por el dominio de la querida Centroamérica sirvió de banco de prueba de la eficacia de variados ardides y trampas cazabobos. Desde el uso de mercenarios y aventureros al servicio del Departamento de Estado hasta las modernas técnicas de la guerra psicológica a través de la radio y la televisión.
Se suma, desde hace más de 30 años, la utilización, como forma de dominación y sometimiento, de cultos evangélicos y pentecostales financiados por el Instituto de Religión y Democracia (IRD), creado por el “buenorro” de Ronald Reagan quien, entre otras cuestiones, autorizo a la CIA a torturar resistentes populares en las sedes de las embajadas norteamericanas.
Mientras, aseguran sus escritos fundacionales, procuraba el fortalecimiento “de los vínculos de la fe cristiana y los valores de la democracia”, a la luz de los documentos de Santa Fe I.
Estos instrumentos teóricos de triste memoria establecen una impronta persecutoria contra la recuperación del sentido original del cristianismo guiado por el espíritu de las reformas del Concilio Vaticano II y por los aportes de la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI. El IRD se planteaba, desde su inicio, fomentar la rivalidad entre dos fuerzas “por obtener el apoyo popular”: la “izquierda democrática” y la “izquierda totalitaria”.
El IRD es una organización que cuenta con una tradición de un cuarto de siglo estudiando coyunturas, diseñando estrategias de expansión, fomentando extrañas misiones en América Latina y en el resto del mundo siendo el soporte financiero de nuevos movimientos de conversión, algunos de los cuales -o todos- tienen comportamientos de sectas de muy discutibles credenciales religiosas y que se nutren de feligreses a partir del desencanto que provocan las religiones tradicionales.
Así, América Latina -en particular- es el escenario elegido para la gran batalla. Los nuevos cultos fungen como noveles ejércitos de ocupación encargados de ahogar los reclamos populares exigiendo, a la vez, a la feligresía que convocan, su empobrecimiento en beneficio de una nueva burocracia clerical en ciernes.
No fue, por cierto, novedosa la receta de la era reaganiana. Antes había sido probada en dosis homeopáticas. Fue uno de los aparatos puestos en marcha como parte de las campañas de propaganda que decoraron el enfrentamiento -en la Guerra del Fútbol- entre Honduras y El Salvador.
La otra herramienta fueron los medios de comunicación. Para demostrarlo nos auxilia la libreta de apuntes de nuestra querida -y ya ausente- Nadia María Mercader, a la sazón corresponsal viajero de un consorcio de radios peruanas y costarricenses, preocupadas por el creciente clima de hostilidad que se vivía en el área.
De entre sus ricos apuntes, ahora en nuestro poder, rescatamos parte de las emisiones de algunas radios que jugaron un papel vital en el enfrentamiento por el control tanto de las tierras fértiles de El Salvador como de las migraciones ilegales que, según afirmaban en Tegucigalpa, afectaban la economía hondureña.
El locutor de HRN La Voz de Honduras señalaba a su audiencia: “Nuestra venganza no es contra el humilde pueblo de El Salvador, nuestra venganza es contra el nefasto régimen de Fidel Sánchez y su ejército de criminales. Salvadoreños humildes, pueblo hermano, no tenemos nada contra ustedes, les rogamos evacuar las ciudades porque nuestra aviación está volando hacia ellas para destrozarlas.”
Del otro lado de la frontera se decía: “Es sabido que cada bomba hondureña que caiga sobre la población civil de San Salvador, la fuerza aérea salvadoreña está en capacidad de lanzar y descargar sobre Tegucigalpa diez bombas como franca respuesta a ese otro delito que anuncian los delincuentes hondureños. En consecuencia, se advierte de que por cada bomba hondureña que sea lanzada sobre San Salvador, diez bombas salvadoreñas caerán sobre Tegucigalpa.”
Y la guerra fue realidad. Los aeropuertos de ambas capitales fueron los blancos preferidos. En el camino quedaron miles de muertos, muchos de los cuales cayeron por curiosear las hostilidades y ubicarse en las proximidades de los campos de batallas.
Es que a pleno día, la población civil -anotan en sus despachos el celebérrimo Ryszard Kapuscinski y el reportero jamaicano Bob Dickens- pudo presenciar duelos entre aviones “que se perseguían cual pájaros carniceros”. Enfrentamientos que traían -a testigos notables e historiadores militares- reminiscencias de otras guerras, de otras batallas. Como los duelos de los grandes ases de la Primera Guerra Mundial. O la heroicidad de los pilotos de la frágil aviación republicana defendiendo los cielos de España frente a esa poderosa máquina de matar que fue la aviación nazi-fascista, que sostenía las pretensiones dictatoriales de Francisco Franco Bahamonde.
Muy pocos han sido los que se han acercado a las causas profundas del enfrentamiento. Las fuentes a las que hemos tenido acceso son contradictorias. Sin dejar de considerar el problema de las tierras fronterizas, es preciso anotar que poco antes de las bombas y las balas se descubrieron enormes yacimientos mineros de hierro y bauxita que han sido motivo de constantes trifulcas y derrumbes de gobiernos más o menos legítimos. Tanta ha sido la importancia política de las empresas mineras -cuenta la leyenda- que hicieron gobernadora de una región a la mujer del geólogo jefe de una mina de bauxita.
Intereses que colisionaron con los de la United Fruit Company y llevaron a una serie de enfrentamientos menores a ambos lados de la frontera, lo cuales sirvieron de excusas para expulsar a miles de campesinos salvadoreños, quienes perdieron sus predios ante una pretendida reforma agraria encarada por el gobierno hondureño, por la cual se excluía del derecho a ser propietario de una parcela a todo ciudadano extranjero.
Deberemos, en otra ocasión, regresar al análisis pormenorizado de la reforma agraria hondureña y sus consecuencias. Pero antes de enfrentar ese desafío anotamos la existencia en ambos países de gobiernos cuasi dictatoriales, de “gobiernos duros” que limitaban a extremos insoportables las voces opositoras.
Los generales y su gente -leemos en algunas transcripciones de panfletos y murales- están en la cocina del gobierno. Sin embargo, los generales presidentes carecen de poder por sí mismos. Deben rendir cuenta a las catorce familias que dominan la economía a uno y otro lado de la frontera. Catorce familias que han permitido -a pesar de la queja de las bananeras- que los salvadoreños desarrollen sus potencialidades productivas.
Los expertos en estas cuestiones, que los habrá y muchos, deberán bucear en el entramado familiar de los Carías y los Martínez, cuyos nombres figuran en la trama de dictadores de la región, para encontrar mayores elementos de juicio.
Fue en ésa área que, bajo la falaz excusa de combatir el comunismo, Estados Unidos exterminó generaciones enteras de centroamericanos.

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