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Mucho más que un tribunal

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Los rasgos particulares del más alto Tribunal de la Nación: el órgano fundamental del Estado no agota su actividad en el dictado de sentencias.

Por Luis R. Carranza Torres

Asistimos en este año 2013 al sesquicentenario del inicio del funcionamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Su primera sentencia, formulada el 15 de octubre de 1863, en la denominada causa “I”, caratulada “D. Miguel Otero contra José M. Nadal s/ apelación”, resolvió el recurso impetrado contra lo resuelto en ella por Superior Tribunal de Justicia de la Provincia de Buenos Aires.

Puede consultarse en las páginas 17 a 25 del Tomo 1 de la colección de fallos del tribunal. El resolutorio lleva la firma de su primer presidente, Francisco de las Carreras, y de los vocales Salvador María del Carril y Francisco Delgado. Por ese entonces el tribunal se constituía de cinco miembros y bastaba mayoría de tres para decidir un tema. Aún hoy se sigue con esa tónica cuando se trata de rechazar recursos por aplicación del principio de trascendencia, por aplicación del art. 280 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación.

No obstante su indiscutida importancia, el Poder Judicial como departamento del Estado moderno fue el último en materializarse, y alcanzar su real importancia supuso un tránsito institucional no exento de esfuerzos.

Aun en Estados Unidos, de fuerte tradición judicial, a principios del siglo XIX su Corte Suprema no había encontrado todavía una actuación institucional de significación. La adopción de la potestad del control de constitucionalidad a partir del fallo del caso Marbury v. Madison, en 1803, cambiaría eso. Como expresa Melvin Urofsky en su nota introductoria al volumen 27 del “Journal of Supreme Court History”, dicha potestad produjo una de las mayores transformaciones constitucionales en la historia estadounidense, con repercusiones universales: la evolución de la Corte Suprema de ser un socio minoritario o menor en la estructura estatal federal, denominado second-class partner por la doctrina constitucional iniciática estadounidense, a un poder igualitario dentro del sistema tripartito de esa república.

En nuestro país hubo que esperar un tiempo más, ya que no es sino a fines del siglo XIX cuando se consagró la posibilidad de efectuar un control judicial de constitucionalidad de modo difuso, a partir de los casos «Sojo» y «Elortondo», receptando los cánones de la mentada sentencia estadounidense.

Pero la Corte Suprema no es, para el suscripto, sólo un tribunal. Se trata también de la historia de los varios amigos que entraron o salieron de su estructura, de los casos tramitados, de las vivencias en los sorteos de votos, de las colas cumplidas en mesa de entrada para pedir el número de asignación y radicación de un expediente, o el tránsito por las diversas secretarías para interiorizarse del estado de algún recurso.

En este punto, no puedo omitir el agradecimiento profundo a mi esposa Florencia quien, sin ser abogada, al inicio de nuestro matrimonio en una ciudad extraña, cuando también recién arrancábamos con el estudio y se multiplicaron las “causas constitucionales”, pasó a ser una procuradora de lujo para mí y una cara familiar en los distintos estrados de la Corte. Por entonces, sólo éramos nosotros dos para todo.

La Corte es mucho más que un organismo de última instancia que resuelve recursos extraordinarios o sus quejas por denegación.

También tiene dependencias de valía, que proporcionan a la comunidad en general, y a los inquietos del derecho en particular, una serie de accesos a información jurídica de primera mano y calidad. Tengo una inmensa gratitud para con su biblioteca, la amabilidad del personal que allí se desempeña y su extendido horario de atención al público. En dicho lugar pasé muchísimo tiempo por la investigación de mi tesis para el doctorado. O su Secretaría de Derecho Comparado donde, siendo un investigador desconocido, con marcado acento provinciano, siempre atendieron mis pedidos de doctrina y fallos sobre tierras y sistemas remotos con tanta pasión, que no tardó en trabarse amistad en varios casos. Allí descubrí personas que a una superlativa capacidad intelectual le sumaban una calidez humana magnífica. Por caso, Mercedes Urioste.

No puedo hablar sobre la Corte sin obligadamente referirme a Jorge Bianchi, mi maestro de aprendizaje sobre los bemoles y particularidades del funcionamiento del tribunal. Generosamente, él me “adoptó” como segundo letrado, en la multitud de casos que llevaba en dicha suprema instancia a inicios del siglo en curso. Me convertí entonces en su escudero, padawan y discípulo. Lo que aprendí por esos años me sirvió luego de modo incalculable. Y aun hoy me saca de apuros. En la siguiente generación la familia cambió de lado del mostrador.

Su hijo Juan Manuel, a quien conocí siendo él estudiante y yo profesor en la Universidad Católica Argentina, está ahora en una de las secretarías de la Corte, específicamente la que lleva las causas tributarias. Una pasión común por ese ámbito del derecho prolonga en el hijo la relación de afecto que pervive con su padre.

Cualquier tribunal, por su propia mecánica, “da para batirse con todo el espectro de la condición humana”, como dice Reyna Carranza. Para mi fortuna personal y profesional, en la Corte Suprema, por lo general, encontré lo bueno y mejor de ella.

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