Por Silverio E. Escudero
Los estadounidenses vivían la euforia de sentirse integrantes de la nación más poderosa del mundo. Richard Nixon (RN), desde comienzos de la década del 50, en todos los escenarios donde convocaba a sus seguidores sentenciaba: “Si los franceses son derrotados en Indochina (Dien Bienh Phu), las tropas norteamericanas deberían ocupar su lugar en Surasia”.
Sus seguidores, exaltados siempre, clamaban por la guerra y en un gesto de atroz genuflexión llevaban en andas a “Dick” Nixon rodeado de pancartas y cucardas en las que se le proclamaba como el guerrero más victorioso, “campeón de Occidente”, “adalid de la cristiandad” y “vencedor del comunismo”.
Pero la suerte de las urnas le fue esquiva a Nixon. Le tocó al presidente John Fitzgerald Kennedy enviar los primeros asesores militares al sureste asiático.
Luego del asesinato de Kennedy – nunca dilucidado-, el poder estadounidense quedó en manos del texano Lyndon B. Johnson, quien ensanchó la presencia de tropas: superaron 500 mil hombres, habiendo contratado 200 mil mercenarios disfrazados de “asesores técnicos”.
Es decir que cuando -al fin- llegó al poder Richard Nixon, de la mano del Partido Republicano, el antiguo halcón comprendió la gravedad de la situación que tanto incentivaba desde las trincheras de la oposición. Entendió que debía tratar de escapar en el menor tiempo posible de la trampa intervencionista que le habían dejado montada los demócratas entre los cortinados de los fastuosos salones de la Casa Blanca.
Y de la montaña de cadáveres que descargaban día tras día los superaviones de la Fuerza Aérea y del Ejército estadounidense.
Nixon se dio cuenta, al momento de dar las primeras órdenes, que el mundo era diferente. Que tenía razón su principal asesor en cuestiones de seguridad, Henry Kissinger (uno de los personajes más influyentes del mundo, que sigue -a pesar de su avanzada edad- discutiendo con los grandes líderes mundiales, las vicisitudes de la gobernanza global).
Moscú, a pesar de su poderío y participación activa en la resolución de la Segunda Guerra Mundial, ocupaba un aparente segundo escalón en el orden de prelación de las potencias triunfantes.
El Kremlin aún lamentaba que Estados Unidos, al lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaky, lo dejara fuera de combate. Antes del bombardeo todos los aprestos estaban listos. Sólo restaban unas horas para que se lanzara la ofensiva soviética sobre el ya tambaleante Imperio del Sol Naciente.
Los rusos, que tuvieron un dejo de tristeza por no haber sido ellos quienes acabaran con Japón en la Segunda Guerra Mundial, recuperaron protagonismo.
Ahora acompañaba, junto a China, las reclamaciones de Vietnam del Norte en las negociaciones de París. No perdía oportunidad para ejercer presión sobre las fronteras del este europeo y Turquía, puntos altamente sensibles en el esquema defensivo de Occidente y de Estados Unidos.
Los desfiles de la flota soviética por el mar Negro y el oriente del Mediterráneo ponían los pelos de punta. Mostraban no sólo barcos y portaviones de última generación, sino sus nuevos cohetes con cabezas nucleares de 25 megatones, que quebraban el delicado equilibrio nuclear alcanzado tras trabajosas negociaciones en el seno de Naciones Unidas.
Tanto preocupó la situación al Salón Oval, que el presidente Nixon instruyó al secretario de Estado William Roggers que saliera a la calle y que realizara una exhaustiva encuesta al pueblo de Estados Unidos. Necesitaba saber su opinión “acerca de los límites del poder militar de la nación”, cómo emplearlo y a qué conclusiones arribaban los ciudadanos sobre lo que sucedía en Vietnam. Y si era menester profundizar la ayuda militar estadounidense en distintas regiones del globo.
En la resolución presidencial se instruyó que se debía escrutar especialmente la opinión de las naciones aliadas que contribuían con tropas en el frente de combate, acompañando a Estados Unidos y Vietnam del Sur.
En esa nómina anotamos: Camboya, Jemer, Israel, Laos, Australia, Corea del Sur, Jordania, Filipinas, Nueva Zelanda, República de China (Formosa) y Tailandia.
Con el correr de los días, intuyendo malas noticias, se amplió la consulta a Alemania Occidental, Bélgica, Canadá, España, Dinamarca, Japón, Brasil y Argentina, entre una media centena de naciones más. Francia resistía. Miles de parisinos en las calles dijeron que NO en el momento mismo en que trascendió el tenor de las preguntas.
Las respuestas, a pesar de los cedazos, no fueron satisfactorias. Es que la consulta coincidió con el derribo, por las tropas norcoreanas, de uno de los aviones espías norteamericanos. El riesgo de una guerra asiática recalentó la región y ocupó la primera plana de los grandes diarios.
A la hora de las respuestas, los cowboys fueron cautelosos. El 62% dijo que por Vietnam no valía la pena correr un riesgo de una guerra nuclear con la URSS. En cambio, un núcleo escaso de 21% -todos sus miembros oriundos del Medio Oeste- clamaban por una temporada de intercambio de bombazos. Campaña que, en esa región, encabezaron notorias figuras de Hollywood como John Wayne, quien en una alocución radial, luego de conocerse los resultados del sondeo, trató de “cobardes y traidores al espíritu pionero” a sus connacionales.
La revista Life, en su versión en español, con abundantes registros gráficos aseguró que la mayoría de los vietnamitas justificaba la intervención norteamericana. Dentro de ese núcleo, 56% afirmaba que era “muy importante” que el Sur no haya caído en manos del Vietcong y del Norte.
Una fuerte minoría que superaba 35% manifiestó a los encuestadores: “la guerra nunca es útil y ésta tampoco”.
Los cronistas anotaron, por otra parte, que 45% dijo, palabra más palabra menos, que aunque la guerra se justificaba, Washington había fracasado en su intento de evitar una victoria comunista en Vietnam.
Luego, si la mayoría (63% contra 26%) hubiera sabido en 1961 que la guerra sería tan larga, sangrienta y costosa, no la hubiera apoyado. En ese momento, 9% aceptaba la retirada aunque condujese a la ocupación del área por los comunistas; 18% aceptaba la paz “con formulación de gobierno que incluya a los comunistas”, aunque ello significase la victoria Vietcong posterior; 83% quería “neutralizar Surasia” con un acuerdo que no favoreciera a Washington ni a Moscú.
Los resultados provisionales causaron estruendo en todo Occidente. Los halcones, los amigos de la guerra, llegaron hasta el paroxismo. En las plazas de armas de todo el continente se escucharon encendidas arengas en las que se acusaba a la Casa Blanca de estar “infecta de comunistas” y al presidente Nixon de ser “agente de la sinarquía internacional”. Era una virtual sublevación.
En la sede central de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), sita en el Condado de Fairfax, Virginia, sus asociados mostraron su enojo.
Dispararon once salvas de repudio y quemaron un monigote que representaba a Nixon.
En el documento que distribuyeron destilaban irritación, rabia, furor. Sentimientos que se acrecentaron cuando se conocieron las opiniones de y sobre Israel. Una ceñida mayoría (44% vs. 39%) deseaba “apoyo a Israel en caso de ataque árabe”; y 9% entendía que esta ayuda debía llegar al envío de tropas si hubiera sido necesario.
Los encuestadores concluyeron: “El pueblo de los Estados Unidos no parece dispuesto a convertir a Israel en otro Vietnam”.
Nuestro espacio concluye. Queda demasiado material para revisar de esta curiosa encuesta. Apenas sí pudimos esbozar la opinión de quienes sueñan con una guerra nuclear.
Por ejemplo, si bien la mayoría de los encuestados no parecía avalar el uso de armas atómicas para la defensa de terceros países, estaba dispuesta a extender un manto protector sobre Canadá.