El tradicional festejo por la creación de la enseña patria abre también la posibilidad de conocer más “en carne y hueso” a quien fue su creador: Manuel Belgrano, una personalidad carismática y discutida / Por Luis R. Carranza Torres – Ilustración: Luis Yong
Manuel Belgrano es un prócer tan destacado para entender nuestro proceso de independencia como poco conocido aún hoy en muchos de sus aspectos.
Cuenta la historia que debe su apellido al paso del Duque de Saboya por un campo de un antepasado itálico de Manuel, donde había cultivado trigo. El noble, al ver esos espléndidos trigales, exclamó: “belle grano”, auspiciándole fortuna y adjudicándoles la denominación familiar.
Nacido en una de las más ricas familias de Buenos Aires, pudo completar estudios en Europa y formó parte de un selectísimo círculo. Durante el siglo XVIII, sólo cuatro estudiantes de Buenos Aires accedieron a la Universidad de Salamanca. Pero a la par de los estudios, Manuel se dedicó, y con intensidad, a los placeres de la vida de estudiante. Fruto de las delicias ocultas de la vida estudiantil fue “el mal de Castilla o de Marsellas”, una sífilis que se endilgó.
Recién recibido de abogado debe defender a su propio padre en la propia Corte del rey, salpicado por los contrabandos de nada menos que el propio administrador de la Real Aduana, en los autos caratulados “QUIEBRA DEL ADMINISTRADOR DE LA ADUANA DE BUENOS AIRES 1784-1806”. Pudo Manuel demostrar su absoluta inocencia, pero los dos años pasados en reclusión terminaron por mandar a su progenitor a la tumba poco tiempo después.
Vuelto de Europa y cansado de que en el Consulado los comerciantes españoles echaran abajo sus ideas de progreso, empieza a pensar que mejor es gobernarse uno que serlo por otros. Participa en la jornada de mayo de 1810 y es elegido vocal en la Junta, pero en mérito de las necesidades revolucionarias, pronto debe cambiar el traje por el uniforme militar y partir al Paraguay.
No es muy conocido que, estando terriblemente enfermo, Manuel planificó y dirigió sus mayores éxitos militares como comandante del Ejército del Norte.
Al iniciar la batalla de Tucumán, por caso, un ataque agudo de hemorroides lo había dejado bastante disminuido en su condición. En vísperas de la batalla de Salta, en ese amanecer del 20 de febrero de 1813, tuvo fuertes vómitos de sangre. Era tan malo su estado aquel día que el propio general ya había descartado poder montar a caballo e hizo improvisar una carretilla para poder ser transportado a la escena de los combates sin tener que sostenerse por su propio pie. Una mejoría de último momento lo hizo poder montar, a duras penas.
Luego del triunfo de Salta sumó otra enfermedad más al conjunto que sufría: “Estoy atacado de paludismo-fiebre terciana, que me arruinó a términos de serme penoso aun el hablar”, dirá en una de sus cartas. Pero puede que las altas temperaturas inducidas por el parásito portador de la enfermedad hayan impedido que su sífilis avanzase hasta su estado cuaternario o neurosífilis, y le mantuviera la cordura hasta el fin de sus días.
La derrota de Ayohúma se deberá tanto a la falta de artillería patriota como a su mal estado de salud, producto de que en la noche de la retirada de Vilcapugio, luego de no comer ni dormir por más de un día, engulló una carne de llama de dudoso estado, que le acarreó un gran malestar digestivo, con fortísimos dolores en el estómago, por lo que pudo comer sólo verduras.
A partir de 1819, Belgrano comienza con un progresivo empobrecimiento de su salud, ya pobre de por sí, y será en la localidad cordobesa de Pilar donde empezará a morir, en medio de un ejército al que le faltaba todo. Hinchado en todo el cuerpo, partirá en un periplo que le hará finalmente recalar en Buenos Aires, donde morirá.
Belgrano no murió ni solo ni faltándole nada, pese a que él carecía ya de toda fortuna personal. Su pudiente familia nunca dejó que le faltara nada. Tampoco su médico el Dr. Redhead se quedó apenas con un reloj, como el prócer. Como escribiría en una carta posterior al deceso, su hermano y albacea, Domingo Belgrano, “éste fue sobradamente pagado con más de tres mil pesos que exigió” en muebles y alhajas por dicho valor “y que se le pagaron a pesar de haber sido mantenido, y costeado, y dicho que venía sólo por amistad”.
En la autopsia que se le practicó, previo a su embalsamamiento, se encontró gran cantidad de agua en el cuerpo; un tumor duro en el epigastrio derecho; el hígado aumentado en volumen, al igual que el bazo; los riñones, “desorganizados”; los pulmones colapsados y, por si no bastase, el corazón hipertrofiado.
Era el resultado de su entrega a la Patria, y las penas que las amarguras de su largo y complicado parto le habían echado encima.