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La vieja Semana Santa en Córdoba (III)

Por Carlos A. Ighina (*) - Exclusivo para Comercio y Justicia
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 Por Carlos Ighina (*)

En su pintura del Viernes Santo, Ataliva Herrera pone la nota en la coloratura humana al ocuparse de la rivalidad entre dominicos y franciscanos, intimados a asistir a la procesión por el alférez real, dados los argumentos que esgrimían para no rozarse unos con otros. Hirientes -dice el poeta-, los hijos del santo de Asís llamaban a los de Santo Domingo de Guzmán, dominicani, es decir, “perros del Señor”, mientras que las matronas que acompañaban a los frailes de blanco y negro, desenfadadas hacían el gesto de matar un piojo, al tiempo que susurraban: “Franciscanos canos / Piojos en las manos”. Los cofrades el seráfico no se quedaban atrás y mascullaban: “Dominicos, micos / Patas de abanicos”. En fin, paupérrimas rencillas frailunas.

Numerosos promesantes también formaban parte del recorrido, descalzos, caminando de rodillas, con el rostro cubierto y aún flagelantes.
Cerrando filas venía la indiada y de cada ranchería surgían los negros y mulatos en bulliciosa y desorganizada congregación.
Por último, los Caballeros de la Santa Lanza, montando caballo blanco, custodiaban la nueva Arca de la Alianza.
La multitud aunada tras el Cristo, cayendo ya la tarde, rezaba los misterios del rosario y la voz del sochantre, el maestro de coro, entonaba los improperios, mientras los coreutas, que sumaban muchos, alababan a Dios con sentidos cantos de dolor y arrepentimiento. Entre las insignias de las cofradías se destacaba el estandarte de metal de San Eloy, patrono de los plateros, que en cada estación hacían sus danzas.
Enseguida se elevaban las saetas como flechas lanzadas al cielo. Las saetas son cuartetas en octosílabos aparecidas hacia 1640, que el padre Jerónimo López, en su gira por Castilla, hizo conocer para 1650.
El padre Grenón ha hecho un estudio detallado de ellas, relacionándolas con su aplicación en Córdoba, particularmente en los días en los que la liturgia llama a la reflexión y a la experiencia del dolor compartido.
En las generalidades de las saetas pasionarias, el asunto principal es el lamento y la compasión por los dolores del Crucificado. Se difundieron a tal punto que en las noches de Semana Santa, en cada esquina, alguien llamaba la atención haciendo sonar una campanilla, siguiendo en esto una práctica muy antigua.

En el Septenario de los dolores de María Santísima, editado en 1869, pueden leerse algunas saetas atribuidas al obispo de Córdoba, fray José Antonio de San Alberto: “Nunca, nunca finarás / ¿Siempre, siempre, has de dudar? / ¡Qué! ¿Nunca te has de acabar? / No, jamás, jamás”.
Otra saeta anónima decía: “Cuando, pues, pensarás / Qué Cristo está azotado / Y que te dice llorando / Hijo, no me azotes más”.
Fray Cayetano Rodríguez, uno de los próceres en la formación de la Patria, escribió ésta en 1814: “Levántate presurosa / Alma que estás en pecado / Que quizás Dios, mientras duermas / Contra ti sentencia ha dado”.
La saeta cantada con dejo de cante jondo, si no se la considera cuerpo sin vida. La intención de su canto es penetrar los corazones en la forma de sentencias que hieren el alma de la gente.

Las memorias de don Azor Grimaut
Don Azor Grimaut nos comenta de la solemnidad y del rigor del Viernes Santo, conmemorado con estricta unción, al extremo que una persona oída tarareando una canción era considerada en pecado mortal. Del mismo modo, lavarse la cara o bañarse en ese día, para los católicos criollos de esos tiempos, era también una falta de respeto a Jesús Crucificado. Asimismo, golpear o clavar una madera suponía otra prohibición, pues se entendía que tales golpes se daban sobre el cuerpo de Cristo. Por cierto que el menú de esos días era más que sobrio y los espectáculos públicos no tenían la menor posibilidad de realización. Por otra parte, el mismo don Azor nos trae a la memoria que “quien mataba un reptil o insecto ponzoñoso en Viernes Santo -únicos animales que podían matarse en dicho día- ganaba una crecida cantidad de indulgencias”.

La Procesión del Santo Sepulcro
Fue siempre la Procesión del Santo Sepulcro, que salía de la Plazoleta de San Francisco, una de las ceremonias más tradicionales de la Semana Santa. Su puesta en marcha era precedida por un sermón, que podía llegar a ser patético, y se iniciaba cuando algunos fieles cargaban la imagen del cuerpo yacente de Jesús, mientras otros portaban una gran cruz, que todavía se conserva en el convento. Los participantes formaban lúgubre acompañamiento, muchos con lágrimas en los ojos, en silencio, sin música, con el solo rumor de los pasos y el murmullo de las oraciones. Cuando terminaba la ceremonia, buena parte de los fieles acostumbraba quedarse delante del templo, como haciendo guardia, hasta pasada la medianoche.

El Funeral del Hijo de Dios
En diarios antiguos, como el Eco de Córdoba (1882-1888), pueden leerse crónicas ilustrativas sobre la vieja Semana Santa. Para aquellos entonces, una de las ceremonias que más llamaba la atención era el Funeral del Hijo de Dios, ocasión en que la Iglesia, conmiserándose su esposa, renovaba todos los años el aniversario de su viudez con una representación de las exequias de Nuestro Señor Jesucristo. Era un momento solemne y de profunda tristeza, con ayuno y humillaciones.
Santa Hildegarda de Bringuen, que vivió en el siglo XII pero fue canonizada recién por Benedicto XVI, desarrolla en sus visiones el tema del matrimonio místico de Dios y la humanidad, realizado en la Encarnación de Cristo. Según la interpretación de la santa renana, en el árbol de la cruz se llevan a cabo las nupcias del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, colmada de gracias y capaz de dar a Dios nuevos hijos en el amor del Espíritu Santo.

Vía Crucis de San Vicente
El Vía Crucis de San Vicente es también una dolorosa participación colectiva de larga data. Hacia mediados del siglo pasado, recordados sacerdotes salesianos del Colegio de San Antonio de Padua, como los padres Lenzi, Fanzolatto, Séliga y Branchesi, así como el párroco, presbítero Pedro Martínez, fueron sus mayores propulsores. El Vía Crucis salía del Colegio de San Antonio, se desplazaba por calle San Jerónimo, pasaba por la Plaza Urquiza y arribaba finalmente a la Parroquia de la Inmaculada Concepción. Los devotos participaban con velas, que llevaban en sus manos con gran sentimiento, haciendo escolta a una cruz procesional, junto a la cual habitualmente se hallaba el arzobispo de Córdoba.

El Sábado Santo
Luego se aguardaba el transcurso del Sábado Santo, que en tiempos anteriores constituía una jornada de espera, larga y pasiva, con suspensión absoluta de los sacramentos, salvo el de la confesión, que mantenía ocupados a los sacerdotes.
Se trataba de un día sui generis, tensado entre las angustias revividas y la certeza de un milagro colosal y vivificante; pero, por sobre todo, era un tiempo de sosiego, de tranquila vida familiar, de calmas conversaciones entre vecinos y de contenida expectativa ante las celebraciones que se anunciaban como una tradición impuesta en toda la cristiandad.
Se podría definir este día de la vieja Semana Mayor como una quieta preparación a la explosión de júbilo que se manifestaría horas después, aunque en el mientras tanto la actitud colectiva era de luto y conmiseración por la soledad de la Virgen María frente a la dureza del sepulcro, con la sola compañía del apóstol Juan.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera

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