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La necesaria revolución ética 

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Por Miguel Julio Rodríguez Villafañe (*)

A 40 años de la recuperación de la democracia, que nos costó lograr, sentimos, muchas veces, que el sistema no se nutre de la ética que lo justifica. Debemos tener presente que, desde siempre, la ética ha guiado el comportamiento humano y el desarrollo cultural.

Sin embargo, en una perspectiva pragmática, sin juicio ético, hubo momentos en los que se nos hizo creer que, en nuestro país, para mantener esta democracia, debíamos aceptar una dosis de corrupción, porque atacar los vicios existentes en el poder, en general, nos podría llevar al caos. Todavía resuenan en los oídos esas opciones electorales que pregonaban que, entre la estabilidad monetaria dolarizada y la lucha contra la corrupción, la sociedad tenía que optar por lo primero. A su vez, ahora se nos invita a un “cambio”, pero sin una direccionalidad que nos oriente bien; parece más un salto al vacío que un avance moral en la civilización democrática. 

Todo ello planteado también desde espejismos económicos mentirosos, que sólo beneficiaron y benefician a pocos y nos endeudaron a todos/as, dejándonos en manos de la usura en general y los fondos buitres. 

Lamentablemente, el mensaje tramposo penetró profundamente en la conciencia social. Ahora se sienten las consecuencias negativas de esas falsas opciones, intrínsecamente inmorales. 

A ello hay que sumar la crudeza con la que se trató y se trata de matar valores e ideales democráticos, con un pragmatismo individualista, bajo el pretexto de que han muerto las ideologías. 

En ese contexto, resulta inaceptable que se propongan como puntos referenciales, por parte del candidato a presidente Javier Milei, del partido La Libertad Avanza, por ejemplo, cuando dijo: “Si yo tuviera que elegir entre el Estado y la mafia, me quedo con la mafia, porque la mafia tiene códigos; la mafia cumple, la mafia no miente y, sobre todas las cosas, la mafia compite”. Esa propuesta tramposa nos invita a formarnos en ámbitos criminales para hacer un Estado mejor; por supuesto, desde una ética delictiva lo que es inaceptable. Aún más, con tremendo mal gusto, llegó a decir: “El Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina”. Asimismo, sostuvo Milei: «El papa Francisco es el representante del Maligno en la tierra” porque pregona la justicia social, y agregó: “Habría que informarle ‘al imbécil que está en Roma’ que `la envidia, que es la base de la justicia social, es un pecado capital”. Aún más, llega a afirmar: “La venta de órganos es un mercado más” y otras incongruencias más. 

Todo lo antes referido implica la ruptura total de las brújulas esenciales que nos deben guiar, en un sistema democrático respetuoso de los derechos humanos.

Revoluciones democráticas

Tenemos que llevar adelante la necesaria revolución democrática faltante, en nuestro país.

Repárese que la primera gran revolución democrática la dio la ley que instauró el voto universal, secreto y obligatorio, que permitió, en 1912, que los sectores marginados en la toma de decisiones políticas, particularmente, los gauchos, los inmigrantes y sus descendientes, lograran ejercer el derecho de participar activamente, ser tenidos en cuenta y contribuir, de manera eficaz, al engrandecimiento del país.

Luego, vendría la segunda revolución democrática, en 1947, con la consagración del voto femenino. Ello incorporó a las mujeres en las determinaciones democráticas. Se produjo otro importante avance que estaba, injustamente, demorado.

Pero todavía no se ha podido profundizar el pacto que hace a la esencia de la democracia, que es la revolución ética faltante. 

Por mucho tiempo hemos diferido encarar las aristas corruptas y viciosas que desnaturalizan el sistema democrático, y esa infidelidad con éste nos llevó a vaciarnos y vaciar de esperanza el futuro.

En esa perspectiva, no se puede ignorar, entre otras realidades, la inmoralidad que implica aceptar la pobreza y el desempleo como una situación dada, cuya solución se deja librada sólo al mercado.

Hoy es imprescindible, en democracia y desde ella, encarar la revolución ética faltante. Debemos transformar en poder político la voluntad firme de toda la sociedad de dar vida y eficacia al contenido moral que presupone la plena vigencia del sistema institucional.

Rescatar la política de la corrupción

Resulta importante rescatar la política como el instrumento que busca consensos y que ayuda a avanzar entre todos/as para el bien común. En ello no se puede asumir, necesariamente, la idea por la que se sostiene que todos los políticos son corruptos, tratados como “casta”, porque la generalización indiscriminada no es verdad. Lamentablemente, de esa manera, también se desvalorizan los valiosos esfuerzos y entrega a lo público de muchos/as. Además, ello facilita que se abra la puerta a quienes no les importa nada, que logran, de esa manera, asumir cargos representativos o de gestión gubernamental, sin pudores.

A su vez, en el compromiso con su pueblo, se necesitan políticos que no sean construcciones en las que, como productos, se los impone, básicamente, con eslogans edulcorados, en los que no se explican las propuestas, ni se debaten las mismas, eliminando el necesario intercambio democrático de ideas y planes. 

Las decisiones democráticas no pueden quedar sólo en manos de gurúes del marketing político. Esto último se transforma en más peligroso, cuando los grandes costos que significa encarar propagandas reiterativas y abrumadoras, que aturden el juicio crítico, puedan terminar financiadas por el narcotráfico, las mafias o la usura, y de esta forma, se anuden compromisos con el poder político, de impunidad y complicidades inaceptables.

Hay que trabajar una cultura de transparencia, de control y de rendición de cuentas gubernamental, porque la corrupción es hija de la oscuridad.

También debemos comprometernos y participar en democracia, como un imperativo moral y de ninguna manera decir que, necesariamente, entrar en la política es “tirar a los perros la reputación”.

Además, en este momento, la tecnología digital nos propone nuevos desafíos, especialmente, para el desarrollo de una nueva sociedad basada, ahora también en la inteligencia artificial. En ella los aportes de la tecnología digital deben asegurar un modelo de sociedad, montada sobre valores éticos, no sólo sobre algoritmos matemáticos.

Queda claro lo imprescindible que es que se encare la revolución faltante, transformando en poder político la voluntad firme de toda la sociedad de dar vida y eficacia, al contenido ético que presupone la plena vigencia del sistema democrático y los valores que lo nutren.

(*) Abogado constitucionalista 

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