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La justicia del gobernador

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Por Luis R. Carranza Torres

La aplicación de las penas no quedó fuera de su particular visión de cómo debía gobernarse

Don Manuel López, apodado «Quebracho» por la firmeza de su carácter, tanto por propios como enemigos, gobernó nuestra provincia sin solución de continuidad por 17 años, desde 1835 a 1852.
Hombre de Juan Manuel de Rosas en Córdoba, pueden establecerse entre ambas biografías paralelismos en más de un sentido. Los dos provenían de familias de campo y se habían formado en el medio rural, adquiriendo los rasgos de su carácter a partir de la administración de sus estancias, el porteño en Los Cerrillos y el cordobés en Pampayasta. Tanto en uno como en otro caso, se trataban los suyos de campos lindantes a la frontera con el indio, a quien supieron tratar. Ninguno había participado de las guerras de la independencia y su proyección política fue a partir de su ascendiente entre los paisanos, principalmente por sus cargos como comandantes de milicias.
La Córdoba de entonces era bastante distinta de la de nuestros días. Su población total era de poco más de 100.000 personas y la ciudad de Córdoba sólo alcanzaba 11.000 almas. Hacia el sur, las últimas poblaciones eran Achiras, Villa de la Concepción del Río Cuarto, las «Islas de la Carlota», Saladillo y Cruz Alta. El resto era tierra de indios, siendo una frontera complicada y periódicamente asaltada por los malones, cuya comandancia militar estaba en Villa Nueva. Por entonces, la ciudad de Villa María no existía y la actual Bell Ville se llamaba Fraile Muerto.
Fue el de «Quebracho» un gobierno autócrata, paternalista, en el cual casi todo se concentraba en la figura del gobernador. Eso implicaba, entre muchas otras cosas, que la última decisión en materia de sentencias fuera su palabra. Tal como ocurría en las restantes provincias integrantes de la por entonces Confederación Argentina, Buenos Aires incluida.
La suya era una justicia firme pero criteriosa, que no hacía distingos, aun con cercanos. En una carta del 22 de agosto de 1850 a su hijo José Victorio, comandante de frontera en Villa Nueva, le expresaba: «Con sentimiento quedo enterado de que a nuestro pariente don Juan Ignacio López se le está siguiendo causa criminal por robos. Si esto es así, es preciso que sufra la pena a la que se haya hecho acreedor y que la autoridad que lo juzga obre libremente para escarmentarlo».
Al pasar revista a las múltiples ocasiones en que quedó registrado en el papel su proceder en la cuestión, surge a las claras que a López «Quebracho» no le templaba el pulso para castigar pero tampoco le era ajena la idea del perdón. Sabía castigar tanto como perdonar, en atención a las circunstancias de lo ocurrido. Por ejemplo, en una misiva del 29 de abril de 1846 comentaba a su hijo que «el asunto de Pío no había podido menos que excitar mi indignación en un grado que estuve resuelto a castigarlo del modo que la vindicta pública quedara satisfecha. Más él, conociendo la magnitud y deformidad de sus faltas, arrepentido y prosternado se me echó a los pies, lloró con amargo pesar y me prometió enmendarse y variar de conducta. Desde luego, conmovido por una protesta tal, bien en dispensarle de sus extravíos, por esta vez, en la esperanza que haga efectiva su promesa». En virtud de ello, el gobernador había cambiado su pena original por la de mandarlo a la frontera en Villa Nueva «en clase de agregado a una de las compañías del escuadrón» de caballería allí destacado, advirtiendo a su hijo, comandante de éste, que «puesto él allí lo observarás y me avisarás el modo en que llegue a portarse. Él mismo te llevará el caballo».
Por esos días, también había escrito: “Es de mi aprobación el indulto que le has prometido al desertor Lorenzo Flores, en vista de las razones que me especificas; pero ha de ser con la condición que si no se portare bien y no cumpliere con tus órdenes exactamente será remitido con seguridad al coronel Oyarzabal a quien voy a escribirle en este mismo sentido».
Hombre práctico, su sentido del castigo estaba dictado por el sentido común y no exento de contemplaciones, igualmente de carácter utilitarista, como surge de una carta suya del 27 de mayo de 1850, también a su hijo, comandante en Villa Nueva: «Me ha sido sensible que al desertor Rosa Molina lo hubieses hecho fusilar, como me dices el mismo día que llegó a esa Villa; pero ya que esto no tiene remedio te prevendré que no lo vuelvas a hacer otra vez porque con estos castigos de penas capital impuestos a reclutas que no saben la obligación a que son ligados ni las leyes penales, no se consigue otra cosa que prevenir a los demás a igual horror: como la experiencia ha demostrado muchas veces que cuando se ha ejecutado a un desertor siempre han ido cuatro o más».
La caída de Rosas precipitó la suya, revolución del 27 de abril de 1852 mediante. Luego de siete meses de prisión, sin más causa que «para resguardo de su persona y tranquilidad del gobierno», el nuevo gobernador, Alejo del Carmen Guzmán, tuvo que liberarlo por orfandad de motivos.
Terminó sus días, como Juan Bautista Bustos, en el exilio en Santa Fe. La comisión establecida por el nuevo gobernador para estudiar las cuentas de su largo gobierno, integrada por Manuel Lucero, Lucrecio Vázquez y Manuel de la Lastra, tuvo que admitir que estaban en perfecto orden. «No faltaba ni un cobre», fue el resumen del extenso análisis. «Quebracho» podría haber sido autoritario como el que más, pero fue siempre muy escrupuloso con los dineros públicos. Claro que lo uno no justifica a lo otro.

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