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La estatización de YPF y el fin de las incertidumbres

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Hemos oído hoy, horas después del anuncio de Cristina, voces que intentaban licuar nuestra alegría con la descalificación hacia un gobierno “que tardó demasiado” en hacer lo que ellos decían antes que nunca haría.

Por Aurelio Argañaraz

El 10 de abril, en Comercio y Justicia, apareció una réplica a mi nota “El conflicto de YPF y la desafortunada frase de Boudou”, publicada por ese medio el 8 de marzo del año en curso. Ayer, el conocido anuncio de Cristina Kirchner ha puesto fin al tiempo de los augurios y, lo que es más importante, ha dado inicio a la recuperación de YPF para el Estado y los argentinos, que dispondrán otra vez de un instrumento clave para poder hablar de soberanía energética y de un programa serio de autoabastecimiento petrolero, que frene la creciente sangría de divisas y haga sustentable el modelo de desarrollo con autonomía nacional y redistribución del ingreso.

Es conveniente situar el problema, brevemente. Argentina no es un país petrolero, al modo venezolano. En la patria de Chávez, lo que se hace con el petróleo define todo, ya que del “oro negro” depende lo demás. Aquí, por el contrario, necesitamos el insumo, estratégicamente importante, para que funcione “el resto”, la producción nacional.

Una deliberada confusión al respecto sirvió para generar un “antiimperialismo petrolero” que se hacía sentir cuando los gobiernos populares (el caso paradigmático es el de Perón con la Standard Oil) buscaban acordar contratos de explotación con el capital privado con el propósito de lograr el autoabastecimiento nacional. Ese camino, que ensayó malamente, tras la privatización menemista, la experiencia iniciada en 2003, ha terminado con un fracaso completo, llevando a Cristina a la actual determinación.

He señalado, en algún sitio, que, tratándose del kirchnerismo, sólo una visión estática de las cosas podía negar la posibilidad de una “sorpresa” que modificara de raíz su política petrolera. Sorpresas del mismo tipo, alegaba, ocurrieron en las nacionalizaciones del Correo y de Aerolíneas Argentinas, para no hablar de las AFJP o de la renegociación de la deuda externa; casos en los cuales no parecía estar en juego la propensión a confiar en el capital privado, un rasgo que esteriliza en más de una ocasión esa clara voluntad de transformar la Argentina –y hacer de ella un país burgués, en el mejor sentido posible del término– que ha caracterizado a las gestiones del kirchnerismo, desde 2003 hasta la fecha. La conducción K, a la que debe reconocerse una fervorosa defensa del capital nacional y el mercado interno, parece no comprender que, como lo ha señalado en su Análisis de coyuntura la Juventud Sindical, la realidad histórica y el presente del país indican que entre nosotros el Estado es la única burguesía estratégicamente nacional.

Pero esos rasgos, cuyos extremos se exhiben en la expresión de Boudou ya cuestionada en mi nota anterior (“no importa si YPF es estatal o no sino si tiene sentido nacional”), que ocasionan la aparición de “obstáculos imprevistos”, como la obscena conducta de la española Repsol y la familia Eskenazi, son superados pragmáticamente por el Gobierno cuando las evidencias muestran –en cada caso particular, como si no pudiese extraer una conclusión apta para modificar su mirada– lo que otros vemos como el comportamiento normal del empresario privado, al que ya (David) Ricardo sabía obediente al lucro y al egoísmo, a la práctica de desplazarse de acuerdo con los dictados de la tasa de ganancia, regla de sobrevivencia en la jungla del capital.

¿Qué tiene de extraño, en ese contexto, la utilización descarada de las rentas petroleras delincuencialmente obtenidas dentro del país en la especulación financiera o en áreas de explotación africanas o asiáticas más rentables? Pero a la inversa (pensando en la crítica que se supone de “izquierda”): ¿por qué resistirse a lo que la experiencia nos indica con relación al kirchnerismo y afirmar que Repsol no sería tocada, como dijeron algunos, en clave de oráculos?

La estatización de YPF, que la inmensa mayoría del país festeja, debe servir también al pensamiento crítico, para impulsar su madurez. Porque mal que le pese a la “izquierda” antikirchnerista, estamos nuevamente –como ocurrió otrora con Yrigoyen o Perón– ante un fenómeno que divide aguas. El 16 de abril profundiza el cauce que inició Néstor en 2003. Vamos a sufrir fuertes presiones del imperialismo mundial, que cerrará filas en defensa de la famosa “seguridad jurídica”, con respaldos locales también conocidos. Es necesario advertir que si cabe luchar para que se adopten pautas más consistentes en la tarea de definir hacia dónde vamos y cómo defender el interés general y democratizar al país en todos los planos, esa tarea debe abordarse ampliando las bases del movimiento nacional, dando impulso al debate de todos los problemas y esforzándose por superar los típicos prejuicios del progresismo usual y de cierta “izquierda” propensa a buscar “el pelo en la leche”, para restar su apoyo a las grandes transformaciones. Hemos oído hoy, horas después del anuncio de Cristina, voces que intentaban licuar nuestra alegría con la descalificación hacia un gobierno “que tardó demasiado” en hacer lo que ellos decían antes que nunca haría. Son, es verdad, poco representativas: la conciencia generalizada, sin resignar la memoria y la capacidad crítica, se refleja en la sensación de que hemos recuperado una parte de la patria.

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