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La disolución del Estado de Cachemira y sus consecuencias

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Por Silverio E. Escudero

Cachemira enfrenta a una nueva guerra civil parapetada en los arsenales nucleares de India y Pakistán.
India, uno de los países más grandes y complejos del mundo, no deja de sorprender. Sus decisiones políticas buscan poner esa gran nación, una vez más, al borde de la guerra. Una guerra que, como es sabido, es permanente entre fieles de una multiplicidad de cultos.
Y zona de un combate ancestral que libran las castas que dividen la estructura social de un país que retrasa, de esa manera, su pretensión de sentarse a la mesa de las grandes decisiones mundiales
La noticia de que el gobierno de Nueva Delhi, ejercido con mano de hierro por el primer ministro –de origen musulmán- Narendra Modi (NM), ha decidido disolver el Estado de Cachemira, alteró el pulso de la política internacional.
Fue de tanta intensidad que las cancillerías de los países centrales organizaron observatorios para seguir el desarrollo de la presente guerra civil que se torna regional. Observatorio que actúa multidisciplinariamente como los que siguen la guerra comercial que protagonizan China, Estados Unidos y Rusia, que terminan pagando las naciones en vías de desarrollo.
Acabar con Cachemira provoca un giro de 180 grados, en la política internacional de esa compleja región de Asia. Golpea casi con ferocidad los progresos alcanzados en beneficio de la paz durante siete décadas de equilibrio inestable.

Ahora, con una India que pretende hegemonizar a balazos la región y propender a la anexión de Cachemira –único estado hindú de mayoría musulmana- anula de hecho un puñado de pactos y compromisos que se gestaron para garantizar la convivencia interreligiosa, la coexistencia pacífica y el reconocimiento para sus habitantes de una virtual doble ciudadanía en Jammu, Cachemira, Giglit, Baltistan, el valle de Shaksgan y el glacial de Siacchen.
Ante la poderosa escalada bélica, una multiplicidad de organizaciones antibélicas marcha rumbo al frente en un intento desesperado de frenar tamaña locura. Son cientos de luchadores –sin armamentos- que tratarán de mediar entre dos potencias nucleares que, desde hace siglos, viven en conflictos –reales o imaginarios- por el dominio de ese espacio geográfico que guarda en su seno inmensas riquezas mineras.
El resto de los milicianos de la paz –que por razones geográficas están en la retaguardia- preparamos la asistencia médica y alimentaria mientras se alista el relevo para continuar monitoreando una tarea autoimpuesta para consolidar la paz, habida cuenta de que “No se puede separar la paz de la libertad, porque nadie puede estar en paz a no ser que tenga su libertad” (Malcolm X).
Tarea que se multiplica en los organismos multilaterales, en la organización de campamentos de refugiados, denunciando la barbarie y los crímenes de guerra, marchando contra la carrera armamentista y el surgimiento de organizaciones neofascistas y neonazis a las que se las enfrenta cuerpo a cuerpo ya que cuentan con apoyo de los organismos de inteligencia y la protección de poderosos partidos políticos de neto corte populistas.
Responsables, por cierto, de la mayoría de los ataques terroristas que conmueven al mundo, incluidos los producidos en la República Argentina.
Cachemira es, por estas horas, el punto más caliente del globo. Peligro que se ve multiplicado porque ambas naciones tienen a su disposición poderosos arsenales nucleares y, cuyos responsables, auténticos halcones, asumen como suya la responsabilidad solucionar las tensiones que viven mahometanos e hindúes desde hace siglos.
El siglo XX fue particularmente conflictivo. La lucha por la independencia de Gran Bretaña profundizo las diferencias. Fueron miles los muertos que han causados las guerras que han protagonizado por India, Pakistán y China por el dominio de Cachemira.

Los viejos manuales de estrategia indican que es una añeja zona de conflicto y disputas territoriales entre India y Pakistán sobre la región de Cachemira (que junto con las regiones de Jammu y Ladakh forma parte del estado indio de Jammu y Cachemira, ubicado al extremo noroeste del subcontinente indio), y entre India y la República Popular China, conflicto que se asienta sobre la región de Ladakh del mismo estado indio. Fronteras calientes donde los guardias tienen prohibido dormirse o tomarse un recreo porque en el hacerlo se les va la vida.
La disputa tiene su origen, como es conocido, en la lucha por la independencia y la partición territorial de India y Pakistán, según los intereses geopolíticos del Reino Unido de Gran Bretaña y al que se han opuesto ambos países. Naciones que se han mostrado incapaces de encontrar comunes denominadores para evitar el estallido de tres grandes guerras (1947-1948; 1965; 1971).
Según datos proporcionados por el gobierno indio, en los últimos 20 años de lucha separatista los muertos superan 50 mil y han desplegado sobre las fronteras entre 350 mil y medio millón de soldados que entorpecen la retirada de alrededor de 30 mil turistas; turistas que han hecho saber a sus consulados y embajadas la crítica situación por la que atraviesan,
Human Rights Watch ha denunciado que, desde el inicio de la disputa, se han producido violaciones de los derechos humanos, crimines de guerra, crímenes de lesa humanidad.
Cometidos tanto por militantes musulmanes pro independentistas que cuentan con apoyo pakistaní y como su contraparte fuerzas de seguridad indias y grupos paramilitares.
Las acusaciones son concretas e incluyen ejecuciones sumarias, violaciones, tortura, desapariciones forzadas de personas, violación de miles de mujeres de todas las edades que, además de sufrir violencia física y sexual deben soportar el escarnio público de saberse mancilladas a la vista de sus familias y vecinos.

Situación que induce al suicidio de estas mujeres que –ahora- se ven repudiadas por sus familias y por sus núcleos poblacionales. Carga psicológica a la que se suma la esterilización de mujeres y niñas y castración de todos los varones que caen prisioneros de uno u otro bando.
Los espacios comienzan a ser mezquinos. La necesidad de síntesis de torna urgente. Mucho más cuando en un correo electrónico nos dice Guaido Calvo, un analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central: “Las ambulancias encargadas de los traslados a hospitales han sido detenidas por las fuerzas armadas desplegadas en las rutas (…) y algunos hospitales fueron atacados con gases lacrimógenos y balas. Los médicos declararon que el objetivo principal del ataque fue apropiarse del banco de sangre”.
Se prefiere, continua nuestro corresponsal, “volar las ambulancias que atender a los heridos.” En el curso de la semana se han contabilizado 50 del lado hindú y una cifra similar del lado paquistaní. En tanto los miembros de la Agencia Nacional de Investigación (NIA), la principal institución de contraterrorismo de la India, es la fuerza a la que más se la responsabiliza de los excesos cometidos contra la población civil.

Los militares indios amparados en leyes de excepción pueden hostigar y detener tanto a activistas por los derechos humanos, como periodistas. La nómina de estos aún permanece bajo siete llaves. Mientras que miles de civiles han sido arrestados sumariamente, donde por lo menos reciben una dura golpiza en los casos más irrelevantes, mientras la desaparición y muerte no deja de ser frecuente.
El ejército, en tanto, utiliza ciudadanos cachemires como escudos humanos cuando son atacados en las manifestaciones, desde las operaciones de contrainsurgencia de los años noventa, hasta la actualidad.
“Durante las elecciones parlamentarias de India en 2017, en la ciudad de Shopian, varios civiles fueron asesinados mientras estaban siendo utilizados como escudos por las fuerzas de seguridad. El caso más relevante se registró el 9 de abril de 2017, cuándo un conocido militante llamado Farooq Ahmed Dar, fue atado al capot de un jeep militar, que intentaban escapar de la lluvia de piedras después de una operación en el distrito central de Budgam”, afirma Guadi Calvo.

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