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La Casa de las Brujas: fantasmas y después (5/5)

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Apesar de la trágica muerte de Galíndez en un domicilio distinto y años después de haber perdido el chalet, la imaginación tejió las más diversas hipótesis y dio fundamento a la leyenda de la “Casa de las Brujas”.

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Trascendió entre los viejos cordobeses que algún integrante de la familia de don Ismael había muerto en el chalet a consecuencia de un incidente mantenido con un peón encargado de la caballeriza y los carruajes. Hubo también quienes aseguraban que otro miembro de la familia Galíndez se habría ahorcado, colgándose de una de las torres del edificio.

Arturo Romanzini menciona ciertos duendes cuya etérea presencia dataría de aquellos tiempos, como “El Plumero de la portera” o “La escoba que barre sola”, elementos que se encargan de desempolvar los muebles o barrer los pisos llevados por manos invisibles; el “Fantasma trasnochador”, un calavera de otrora, que gusta divertirse a costa de los sustos de los vivientes; “El mayordomo de la noche”, siempre servicial cuando el silencio y las sombras ganan la casona; y muy especialmente “La muchacha rubia”, una bella fantasma de lacios cabellos colgando, quien tendría por costumbre asomarse por los ventanales del segundo piso que dan sobre la calle La Rioja, preferentemente en las noches de tormenta, en medio de rayos y truenos.

Estos rayos son los que suelen resaltar tétricamente, en algunas noches de soledad, el monograma de la puerta de rejas que da sobre la avenida General Paz, donde se observan las letras “I. G”, iniciales de Ismael Galíndez, el viejo dueño de la casona.

La fantasmagoría del ambiente da fuerza de convicción, para mucha gente, al siguiente relato que nos puntualizó el encargado de mantenimiento del edificio, José Degani García, en el año 2004: “El hombre, a punto de jubilarse, provenía de la dotación del cementerio San Jerónimo. Se presentó a tomar servicio como ordenanza en la Casona Municipal, haciendo gala del modo despreocupado con que se había desempeñado durante tantos años en la necrópolis, y de los beneficios que tanto él como su mujer, que era propietaria de un puesto de flores, hubieron de disponer en ese destino. Se lo podía ver como una persona desenvuelta, vivaz, predispuesta a todo tipo de trabajo, pulcro, prolijo, pero con la acariciada intención de poder volver a su anterior lugar de trabajo -el cementerio- para jubilarse con ciertas ventajas. Después de un par de días de labor es invitado a recorrer la casona para su mejor orientación práctica y distribución de las tareas, a lo que accede de muy buen grado, trasladándose desde el subsuelo hasta el segundo piso. Hallándose en este punto, asombrado de la altura del doble balcón que mira hacia la avenida General Paz, su acompañante es requerido desde el primer piso, tardando en regresar. Cuál sería la sorpresa de todos cuando lo vieron presentarse en el hall de esa planta, totalmente desencajado y tembloroso. Inquietados, sus compañeros de trabajo le preguntaron acerca del motivo de su estado y el ordenanza respondió: ¡Caminó hacia mí! ¡Me rozó! ¡Me miró! ¡Sin más, se retiró! El hombre no se presentó a trabajar más en la Casona”.

Otros comentan que los pasos que se escuchan en el pasillo principal de la planta baja, por las mañanas, bien temprano, nunca han tenido explicaciones. Sin embargo, a pesar de todo esto, como alguna vez lo ha dicho Francisco Colombo, la casona “es habitada con cariño por empleados que saben valorar su significado y función”.

Por varias décadas, el chalet de los Galíndez fue sede del Consejo Provincial de Educación, que también recibió la denominación de Consejo General de Educación y Dirección General de Enseñanza Primaria. Personajes de singular relevancia ocuparon el sillón de la presidencia del Consejo. Uno de los más antiguos fue don Javier Lascano Colodrero, venerado profesor de retórica, es decir, literatura, durante 30 años en el Colegio Nacional de Monserrat, siendo reconocido como maestro por escritores de la talla de Joaquín V. González, Leopoldo Lugones, Arturo Capdevila, Arturo Orgaz y Ataliva Herrera. No debemos olvidar las personalidades de Augusto Schmiedke, Antonio Sobral y Raúl Fernández, que ocuparon el mismo cargo.

En 1911, bajo la atrayente ornamentación de sus techos y a la vista del precioso vitral que refleja el dique San Roque, Miguel Rodríguez de la Torre, diputado provincial quien había sido jefe de Redacción del diario “Sarmiento”, dirigido por Carlos Pellegrini, propuso a las autoridades del Consejo la institución del 11 de septiembre como “Día del Maestro” y así lo aceptó el gobierno de don Félix T. Garzón. La recordación de la efemérides se extendería pronto a todo el país.

Hacia 1952 se encontraba en ejercicio de las funciones de la presidencia el profesor Juan Pascual Pezzi, prestigiosa figura de la educación cordobesa de dilatada y múltiple trayectoria. Se recuerda que ese año, que fue el del fallecimiento de Eva Perón, su memoria debía ser evocada diariamente en todos los establecimientos escolares, disposición que creaba variados inconvenientes, en especial en cuanto al esfuerzo que estaban obligados a hacer los maestros para evitar la reiteración de los mensajes. Pezzi, desde su despacho de la casona, solucionó los problemas determinando que todos los días se rezase simplemente un Ave María.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

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