Por José Antonio Freytes (*)
En la causa “M.D.M. y otros s/ 296 en función del 292, 172, 54 y 55 CP”, en la que se investigan maniobras delictivas cometidas por un juez ya fallecido, un médico y algunos abogados durante el llamado “corralito” (2001-2002), 15 años después de ocurridos los hechos, la Cámara Federal de la Plata, en un resonante fallo, declaró la imprescriptibilidad de los delitos que impliquen “actos de corrupción”.
En mi caso debo confesar que las ganas de festejar se diluyeron rápidamente y la preocupación me terminó por invadir. El fallo es muy extenso y su análisis completo no cabe en estas resumidas líneas en las que solamente quiero expresar mi punto de vista.
Creo que nuevamente triunfó la tentación de querer solucionar nuestros acuciantes problemas por la vía equivocada. Si quienes están encargados de investigar y perseguir esta clase de hechos hicieran correctamente su trabajo en tiempo y forma -y los jueces aplicaran la ley- no habría necesidad de recurrir a tan rebuscada interpretación (analógica) del artículo 36 de la CN, por demás cuestionable a la luz del principio de legalidad y que, además, asesta un duro golpe a la tan vapuleada seguridad jurídica y, obviamente, también a la garantía que consagra la duración razonable del proceso.
Que hayan transcurrido 22 años para que se diga que la Constitución establece la imprescriptibilidad de los “actos de corrupción” es porque algo no está bien.
Podremos seguir creando nuevas categorías o considerar todos los delitos imprescriptibles pero, si no hay una firme decisión política de combatir la corrupción, nunca llegaremos a buen puerto.
Lamentablemente, pienso que este tipo de decisiones deja al descubierto el fracaso y la debilidad estructural del Poder Judicial, que es incapaz de enfrentar en tiempo y forma el flagelo de la corrupción.
Sin ir a casos reales para no herir susceptibilidades, el hecho de que las causas más resonantes seguidas contra funcionarios del poder de turno casi nunca avancen mientras se encuentran ocupando su cargo es clara muestra de lo que digo. Parece que la única manera en la que los proceso por hechos de corrupción lleguen a juicio –a cuentagotas- es después de que los responsables dejen sus puestos, caigan en desgracia y, en el mejor de los casos, después de transcurridos muchos años. Por supuesto, así vamos a necesitar de la imprescriptibilidad.
Sin embargo, me pregunto, ¿vamos a ser tan necios de creer que con esta novedosa salida se van a acabar todos los problemas y que de ahora en más van a llover las condenas por delitos de corrupción? A lo mejor sea demasiado escéptico y me equivoque, pero temo que -al no haber un límite temporal para investigar las causas- terminen durmiendo el sueño de los justos hasta que alguien decida desempolvarlas.
Por otra parte, no sería aventurado pensar que, siguiendo esta metodología, en poco tiempo terminemos por declarar imprescriptibles todos los delitos sobre los que existe consenso que revisten especial gravedad (narcotráfico, delitos cometidos en contexto de violencia familiar o de género, contra el medio ambiente, etcétera), como modo de tapar la morosidad y la falta de competencia para investigar y sancionar.
No hay que ir muy lejos, surge del voto de uno de los jueces, para ver que la causa fue elevada a la Cámara Federal con fecha 28/6/2005 y que el 14/2/2007 quedaron los autos en condiciones de resolver, ingresando en primer término a estudio en la vocalía del magistrado preopinante.
Hubo, sí, planteos en el medio que tratar, pero que hayan transcurrido 11 años para resolver el recurso de apelación parece demasiado tiempo. En estas circunstancias está claro que los jueces se encontraban en una posición incómoda y de riesgo de parcialidad pues parecería que era la única salida que tenían para evitar un juicio de destitución por mal desempeño si declaraban la prescripción (provocada por la extensa inactividad).
Para perseguir y sancionar la corrupción, la solución pasa primero por hacer cumplir la ley y, si es necesario, crearla o modificarla, pero mediante los canales institucionales predispuestos en la Constitución: que los legisladores legislen, que ésa es su función y los jueces apliquen la ley (y no la creen). Con un criterio de oportunidad formalizado y en un modelo de persecución que ubique a los delitos de corrupción entre los preferentes estoy seguro de que las estadísticas mejorarían. En todo caso resultaría mucho más efectivo establecer, en vez de un plazo indefinido como resulta de la imprescriptibilidad, la perentoriedad en este tipo de delitos de los plazos procesales y, por supuesto, junto a un régimen sancionatorio efectivo para quienes omitan cumplir con su deber, trocando de una vez por todas jubilaciones por jury de enjuiciamientos.
En definitiva, todos deseamos que ese tipo de hechos sea sancionado –duramente castigado- pero la manera de lograrlo es con la ley en la mano y no mediante interpretaciones jurisprudenciales de dudosa validez, que ponen en severa crisis principios básicos del derecho penal.
Y aclaro por las dudas que no se trata de ser o no “garantista” sino de hacer las cosas como corresponde, cumpliendo cada uno con sus deberes, pues es la única manera en que vamos a salir adelante como sociedad.
(*) Abogado penalista. Especialista en Derecho Penal – Universidad Austral.