Aracely Maldonado obtuvo el primer premio del concurso literario “Identidad de las Huellas a la Palabra II”, organizado por H.i.j.o.s. Un ensayo periodistico realizado en base a testimonios sobre los fusilamientos en el penal San Martín en 1976. A continuación, el texto premiado
La mano trepó hasta acariciar la cinta, con la delicadeza de quien está a punto de posar su aliento sobre un objeto sagrado; y decidió asirla. El índice y el pulgar la rozaron, la rodearon, la alzaron. Los tres dedos restantes se ciñeron sobre su palma, que se ahuecó como un ala. Y su figura de seda se acurrucó sobre la línea de la vida.
Todo sucedió rápido.
Plantado como un totem en medio de la brisa y el sol de la mañana, la estampa generosa del hombre estremeció el aire en aquel contacto. Ya no sentía el peso de su mano, transformada en un rastro apenas de carne y huesos desvanecidos ante la sola presencia de ese paño blanco y frágil.
Todo fue fugaz.
Sólo imágenes que se adueñaron de sus ojos húmedos, quebrando el silencio hondo del espíritu.
Y la vio sonreir, con ojos y dientes.
La vio amar, gemir, parir.
La vio luchar, como ninguna.
La vio desfallecer, con el rostro desencajado por el dolor.
La vio desnuda, con la piel de cuajo y el alma asomando serena, como la mar.
La vio exalar el último suspiro…
No siempre él estuvo ahí, en su risa, en su llanto, en su muerte.
Pero la vio, juro que la vio.
No supo en qué momento la cinta, las cintas, desnudaron la placa.
Todos gritaron ¡¡Presente!! cuando, uno a uno, fueron desfilando los nombres grabados en el bronce. Todos, menos los policías que escoltaron el acto el 12 de diciembre de 1998.
Y ahí estaba ella, ellos, las 30 personas asesinadas en esa misma unidad penitenciaria, en barrio San Martín de la ciudad de Córdoba, entre el 30 de abril y el 11 de octubre de 1976.
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Mariana es un sol. Tiene veinticinco, los años justos que vivió su madre, Marta Juana González de Baronetto. Y dos hijas, Abril y Violeta. Estudia medicina, y atiende junto a su esposo cubano un video club en Saldán. “Parece que ha llegado una época de calma a mi vida”, dice con cierto aire de sosiego.
Mariana Baronetto tenía diez meses cuando una madrugada la depositaron en casa de unos vecinos, y se llevaron a sus padres y a Lucas, su hermano, que aún dormía en la panza de Marta.
“Mis abuelas me dieron mucho afecto, no crecí con resentimiento. La etapa más difícil fue durante la pre adolescencia, cuando mi papá sale de la cárcel. Claro, nosotros pusimos a nuestro padre en un pedestal, y nos encontramos con un hombre. Esos años fueron un desastre. Yo empecé a reprochar, a no entender. ¡Tanto sufrimiento que nos dieron…!”, lamenta.
Tal vez por eso nunca militó, porque andaba con una gran contradicción a cuestas: “Yo sentía que debía hacer algo por los demás, aunque nadie me lo dijera, y la verdad es que yo tenía ganas de hacer las cosas por mí, no por los otros”.
Pero el 28 de abril de 2000 algo se quebró en el alma de Mariana. Tuvo oportunidad de ingresar al recinto adonde iba a declarar Luciano Benjamín Menéndez, el ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, en el marco de la causa de la verdad histórica. “Me senté, lo miré, trataba de entender cómo una persona responsable de tanta muerte podía estar con esa arrogancia, esa soberbia. Me invadió un sentimiento inexplicable -relata- y desde ese día mi vida cambió, es como si hubiera nacido de nuevo. Sentí la necesidad de conocer, de comprometerme activamente. Y empecé a trabajar por los juicios. Yo quiero limpiar el nombre de mi mamá. Recuerdo que una vez, estando en la secundaria, un compañero me dijo: ‘Algo habrá hecho tu mamá’. Y no sabés cómo me dolió, porque mi vieja era maestra en Villa El Libertador, era una buena persona que luchaba por los más pobres. Es importante que la gente común sepa lo que pasó, y yo tengo confianza de que así sea porque la verdad está de nuestro lado”.
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Lucas Baronetto nació, finalmente, el 16 de julio de 1976, en cautiverio. A los dos días lo entregaron a sus abuelos, y al mes y medio mataron a su madre.
Tiene el aspecto de un gordo bueno, al que dan ganas de abrazar cuando habla de su historia con una distancia que consterna: “Será que mi mujer tiene razón, que me hice una coraza cuando era chico para no sufrir. Pero no te confundas, yo no digo ‘olvidemos’, digo simplemente que no nos volvamos locos, porque la vida sigue”.
Hoy atiende la pescadería de Carrefour, adonde desde hace tres años y medio es delegado gremial, interés que parece haber heredado de su padre, pero que no tiene en él la fuerza de una vocación.
“Yo soy feliz con lo que tengo: mi mujer, mi hija Ayelén, mi campito…” Lucas sueña con montar ahí un negocito, tener animales y enterrar al pie de un árbol que ya tiene visto, las cenizas de su madre. (Antes de que la cremaran, en su tumba se leía la siguiente inscripción: “Tus muertos revivirán, y en el país de las sombras darán luz”. Profeta Isaías 26-19 (La Biblia)).
Establecimiento “Mamá Marta” se llama el campo ubicado en Cavalango, una población cercana a la ciudad de Córdoba, adquirido con el dinero de las indemnizaciones que brindó el Estado (ley 24411): “Le puse ese nombre porque es como si mi vieja estuviera viva y yo hubiera recibido esa plata como una herencia adelantada”.
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Huguito Vaca Narvaja era periodista y abogado. Fue secuestrado en 1975 en las escalinatas de los Tribunales de Córdoba, por policías de civil que lo condujeron hasta un falcon sin patente, mientras él gritaba a viva voz su nombre para que algún testigo pudiera dar cuenta de lo sucedido a su familia. Lo mataron el 12 de agosto de 1976, cinco días después de haber logrado la autorización de la Suprema Corte para ser liberado y exiliarse en Francia, país que había aceptado recibirlo.
“Nosotros ya estábamos en el exterior”, cuenta Miguel Hugo Vaca Narvaja (33), el hijo mayor de Hugo, abogado de la Procuración del Tesoro de la provincia, dependencia a la cual llegó “por casualidad”. Cree necesaria la aclaración, porque su papá se desempeñó en ese mismo despacho administrativo, con el cargo máximo, antes de ser apresado.
“Yo tenía nueve años cuando tuvimos que pasar a la clandestinidad. Nos dijeron que íbamos a ir de viaje a Buenos Aires, ¡una verdadera aventura para nosotros! Es más, cuando subimos al tren nos encontramos con toda la familia. Eramos veintiseis”. De ahí pasaron, vía embajada, a México.
“El día que lo mataron a mi viejo estábamos en el hotel ‘San Diego’, en el Distrito Federal de México”, recuerda Miguel mientras sorbe el café, y su cara de niño vuelve a dibujarse con el mismo gesto de entonces. Con dificultad, prosigue: “nos llaman a los tres hermanos a la habitación, otra vez estaba toda la familia, y nos dicen que tienen que darnos una noticia importante. Ese fue el peor día de mi vida. Recuerdo que estaba mi primo Alberto…”. Estamos en un bar. Miguel llora. Tiene imágenes atravesadas en la garganta y no puede seguir. Cambiamos de tema. Comenta que tiene intenciones de hacer un video con la historia de su padre, para que su hijo conozca, aunque más no sea por boca de otros, quién fue su abuelo.
Arte y parte del juicio por la verdad histórica en el caso de la Penitenciaría, él quiere que la causa siga abierta: “Es la única manera de mantener el tema en la opinión pública. A mí no me interesa limpiar los archivos, yo sé quién fue mi viejo, la verdad ya se sabe, habría que avanzar en quiénes fueron los autores intelectuales de tanta muerte. Entre los civiles había gente que decidía quién vivía y quién no, eso es lo que yo quiero saber”.
Al despedirnos, se disculpa por no haber concluido con el episodio del hotel: “Siempre me pasa lo mismo cuando intento contarlo”.
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Para Juan Miguel Ceballos (33) la palabra clave es “ejemplo”. Y una imagen le viene a la memoria: “En casa había un mueble, todavía lo conservamos, y estaba repleto de dinero. Mi viejo manejaba las finanzas de la organización. Y nosotros podíamos no tener leche, pero ese dinero no se tocaba, era el dinero de la revolución”.
El día que llegó la noticia de la muerte de Miguel Angel Ceballos, la mujer y los tres niños estaban almorzando: “A mi vieja le agarró un ataque. Nunca voy a olvidar ese día. Pero tampoco voy a dejar de preguntarme como fue que, sin ponernos de acuerdo, los tres hermanos dijimos lo mismo en el colegio. Que nuestro padre había fallecido de un ataque al corazón”.
Ejemplo fue también el de su abuelo Juan, y el de su abuela Wilda, quien adoraba a su yerno a punto tal de que solía guardar en su casa las libras esterlinas de la organización. Y ejemplo es todavía hoy el de su madre, que con 62 años se levanta a las seis de la mañana a estudiar, antes de partir rumbo a su consultorio médico en la periferia de San Juan.
Con semejantes figuras en su entorno, Miguel no baciló a la hora de comprometerse. Participó de Amnistía Internacional, donde tuvo una actuación destacada, militó en la Facultad (le faltan tres materias para recibirse de abogado) e integró la agrupación H.I.J.O.S. durante varios años.
“La revolución, en aquel momento, no era una utopía -concluye. Hoy yo sé que no voy a cambiar el mundo, lo máximo que puedo hacer es no corromperme, ser una buena persona, no perder el rumbo. Quizás ese sea nuestro objetivo, asimilar la derrota pero seguir estando de pie. Yo sueño con que alguno de mis compañeros de H.I.J.O.S. llegue a alguna instancia en las distintas escalas que tiene un gobierno, porque ¡somos una generación! Hay que mantenerse y esperar”.
Un cierre. Miguel necesita un cierre. Sabe que no todos los cierres son redonditos, pero está convencido de que la causa de la Penitenciaría (cuyo germen parece haber nacido con la placa que colocaron los familiares de las víctimas en el portón de entrada a esa misma unidad carcelaria, el 12 de diciembre de 1998), debe terminar “con las cosas bien claras. “Mi viejo no fue un delincuente -señala- no obstante, así figura en los archivos. Aquí pasaron cosas por las cuales alguien tiene que responder. Esa es la base del derecho que rige a nuestra sociedad”.
A Miguel le duele el pasado, pero también le duele el futuro: “A veces me pregunto hasta dónde llega esto. Porque no termina en mí. Mis hijos no van a tener un abuelo. ¿Y vos viste lo que es un abuelo? Yo tuve abuelos, ¡y cómo me marcaron sus enseñanzas! Yo confío en que las cosas van a cambiar, porque la historia siempre está ahí, sólo que cada uno se acerca a ella cuando está preparado. Eso nos pasó a nosotros, y estoy seguro de que eso mismo le ocurrirá al resto de la sociedad”.
El tiempo del click
El psiquiatra Aníbal Camarasa (50) está convencido de que el conocimiento de pertenecer por sangre a esa tragedia moviliza, porque hay un punto en que cada uno debe tomar una actitud. “En algún momento se produce un click”, afirma, pero aclara que “esto no implica que necesariamente esa persona se ponga a trabajar en contra de los represores. El click puede consistir en una instancia crítica de angustia existencial, y de un denodado esfuerzo por borrar la situación para apartarla de sí”.
A ese tiempo del click no todos lo procesan del mismo modo, y Camarasa lo ejemplifica con dos expresiones poéticas diferentes, de dos hijos de la guerra civil española. Patxi Andión canta con admiración a su padre: “Aún presume de ser puro paisano/ de haber sido y de ser / republicano”. En cambio Rafael Guillén, de Granada, protesta: “Me cargaron de patria y de fusiles, / me hundieron en la hoguera y la trinchera, / me poblaron los sueños infantiles / con féretros cubiertos de bandera”. Guillén está diciendo: “¿Y yo qué?” Es el reclamo del hijo que no visualiza al héroe, sino al padre o a la madre de carne y hueso y piensa: “¿Para qué me tuvieron, si los devaneos ideológicos eran más importantes que yo? Ese chico siente que lo dejaron solo.”
La identificación con los valores de sus predecesores puede ser positiva o negativa. Lo importante es que esa elaboración sea propia, que no se tome o se rechace de manera acrítica el proyecto de los padres. “En esto hay muchísimos caminos posibles, incluso está el camino de la identificación por la oposición. Son circunstancias muy singulares, no se pueden hallar patrones comunes”, reflexiona.
-¿Cuándo se puede determinar que una persona ha superado esta historia?
“Los criterios de salud y enfermedad que podríamos referir tienen una frontera muy ambigua, pero pueden servir. Una idea operativa de cuándo alguien está sano es cuando goza, sufre, ríe y llora en proporciones razonables, sintiéndose integrado él mismo en todos sus aspectos, e integrado a su grupo. Alguien que tiene sus buenos y malos días, que es productivo para sí y para otros…”
En definitiva, que vive la vida con todas sus variantes.
La causa
El doctor Rubén Arroyo (62) es el abogado que, ad honorem, lleva adelante la causa de la Penitenciaría, una de las tres vertientes del juicio de la verdad ‘real’ en Córdoba, junto con el tema de los desaparecidos y el de los hijos que nacieron en cautiverio o que fueron secuestrados, y que aún no aparecieron.
-¿Por qué es tan importante el caso del penal de barrio San Martín, como para constituirse en una causa aparte?
“Por varios motivos. Así como la ‘Caravana de la muerte’, en Chile, simboliza todo el horror de la dictadura de Pinochet, la causa de la Penitenciaría simboliza todo el horror de la dictadura argentina. No hubo nada parecido en nuestro país. A la alevosía con que mataron a esos jóvenes, hay que sumarle algo que no existió en ningún otro lugar: la actuación de la justicia. Todas esas personas estaban a disposición de los jueces, y los jueces encubrieron esos homicidios. Los jueces, los defensores oficiales, los fiscales, los secretarios, todos cometieron delito. Incluso la propia jueza de la causa, Cristina Garzón de Lascano, que fue secretaria del juez federal Adolfo Zamboni Ledesma. Yo pedí el apartamiento de la jueza porque la necesito como testigo, quiero preguntarle a ella, porque el juez está muerto, por qué no investigaron cuando Dora Cafieri fue a denunciar los apremios ilegales, las torturas. Ella, Cristina Garzón de Lazcano figura en actas”.
-¿Qué falta para que culmine esta causa?
“Este es un juicio que está acabado jurídicamente, porque los homicidios están comprobados, acreditados, sabemos que los retiraban de madrugada para matarlos. Están individualizados la mayoría de los responsables, y los delitos que cometieron los jueces también están demostrados. Lo único que falta es que vengan y den explicaciones. Y para mí ahí se termina”.
Con la mirada puesta en los múltiples papeles que pueblan su modesto despacho, añade: “No hay ninguna causa en la Argentina que tenga una prueba documental tan abrumadora… y cada expediente es un horror”.