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¡Guarda, que hay derechos humanos!

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Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**, exclusivo para Comercio y Justicia

La nueva normalidad en que estamos metidos implica tener que convivir con la realidad de una pandemia. Algo que no le gusta a nadie pero que debe aceptarse.
No se puede poner la vida en suspenso hasta que arribemos a un futuro, en tiempo indeterminado, seguro. Tampoco se puede vivir el día a día como si la pandemia no existiera. Tanto lo uno como lo otro son posiciones extremas, atacadas de idéntica nota de fundamentalismo irracional.

No es, la actual, una realidad de negros y blancos. Estamos en un gran gris, que convoca a la creatividad razonada para administrar la cosa pública de la mejor forma.
Tal vez, quienes cumplen funciones públicas, cualesquiera sean, no tienen demasiada conciencia de las responsabilidades sobrevinientes de sus acciones en tal especial lapso que atravesamos.

“Siento tanta impotencia de que sean arrebatados los derechos de mi padre para verme y a mí para verlo. ¿Quién decide eso si queremos vernos? Acuérdense, hasta mi último suspiro tengo mis derechos, nadie va a arrebatar eso en mi persona», escribió, poco antes de morir, Solange Musse, en una carta que se difundió por internet, frente a la decisión de la autoridad sanitaria de impedir que su padre y un familiar vinieran a acompañarla en sus últimos momentos, cuando atravesaba la fase terminal de un cáncer.

Tenía razón. Uno tiene derechos hasta el último minuto de la existencia. Y su voluntad debe ser acatada, incluso más allá del fin de la existencia física en no pocas cuestiones. Se llama dignidad de las personas y es pacíficamente reconocido en el presente como un derecho humano fundamental, transversal a cualquier ordenamiento jurídico, país o cultura. Todo ser humano, en cualquier lugar, en todo tiempo, cualquiera sea la cultura o situación en que se encuentre, tiene derecho a que se respete eso.

Quienes deben procurar tal respeto no son otros que los agentes públicos, de todo tipo y condición. En tal particular, el artículo 14 de la Constitución de la Provincia de Córdoba, sobre responsabilidad de los funcionarios, resulta más que claro, más allá de no ser más que una reafirmación de principios que ya estaban establecidos en otras partes, desde leyes nacionales a tratados internacionales. En dicha norma se expresa: “Todos los funcionarios públicos, aún el Interventor Federal, prestan juramento de cumplir esta Constitución y son responsables civil, penal, administrativa y políticamente. Al asumir y cesar en sus cargos deben efectuar declaración patrimonial, conforme a la ley. El Estado es responsable por los daños que causan los hechos y actos producidos por todos sus funcionarios y agentes”.

Esa responsabilidad puede, incluso, desbordar fronteras. En el caso de Solange Musse, se ha radicado una denuncia en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Se trata de una presentación que, hasta donde sabemos, no fue producida por familiares de Solange y que difícilmente rebase una de las exigencias de admisibilidad: haber, previamente, agotado las vías jurídicas internas del Estado. En este caso, los tribunales argentinos competentes.
Pero más allá de eso, debe servir como un claro recordatorio de la necesidad de respetar los derechos básicos de las personas en esta tan difícil coyuntura.

Para evitar esos excesos, es necesario que las autoridades no sólo limiten el margen de maniobra de los funcionarios inferiores sino que también asuman ellos su responsabilidad de no promover esos comportamientos ni dictar reglas poco claras o difusas que puedan usarse de modo arbitrario. Si no, como siempre, el hilo se corta por lo más delgado y pagan sólo quienes en muchos casos se han limitado a seguir una “vía libre”, que luego es desconocida cuando se difunde tal actuar por los medios o las redes.

Sabemos del esfuerzo que hacen muchísimas personas, con o sin uniforme, para manejar esta crisis. Pero también escuchamos, cada vez más, comentarios sobre la arbitrariedad en algunos procederes. En particular, del personal policial sobre el terreno. “Los canas (sic) están desatados”, nos dijo en tono de confidencia, bajo reserva de fuente, un alto funcionario jurídico, días pasados.

Esperemos que no sea así. Y que, en el peor de los casos, esas arbitrariedades sean una rara y ocasional excepción de la regla. Pero, cualquiera sea el caso, todo agente público debe tener en claro una cosa, fruto de la triste experiencia del pasado nacional: existen derechos humanos. Y, más tarde o más temprano, se debe rendir cuentas de la actuación funcionarial a la justicia, en caso de violarlos. Con el humor social de estos días, no creemos que nadie ultrajado en sus derechos adopte un papel pasivo de víctima. Lo bien que resulta esto, para el Estado democrático de derecho, que así sea.
Por eso, no estimados arbitrarios y autoritarios, tengan en claro este detalle: existen derechos humanos. Y se responde en virtud de su inobservancia.

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