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Frankenstein y la pulsión humana por dominar la naturaleza

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Por Armando S. Andruet (h)  twitter: @armandosandruet

El presente año ha sido pletórico en recuerdos de las grandes plumas de la literatura universal. Se cumplen cuatro siglos de la muerte de los más reconocidos literatos hispanos e ingleses: Miguel de Cervantes y William Shakespeare.
Pero también es tiempo de recuerdo de la obra de Mary Shelley, quien en junio de 1816 construyó el núcleo intelectual de lo que un año después sería su obra principal. Fue publicada en Londres en 1818 en una modesta edición de 500 ejemplares: Frankenstein o el moderno Prometeo. Tal como las fuentes indican, en un mes de junio 200 años atrás el poeta Percy B. Shelley y su esposa Mary, el médico John Polidori y Lord Byron se reunieron en Ginebra, en la residencia de Villa Diodati, frente al lago Leman, y a instancias del último de los nombrados a modo de entretenimiento los amigos decidieron que cada uno esa noche inventaría una historia de fantasmas. Así nació el famoso personaje de Frankenstein.
Nos permitimos recordar cuestiones que hacen a la comprensión de esa novela de culto y que ayudarán a poner en contexto la perspectiva desde la ingeniería genética.
Durante el siglo XVIII se habían producido grandes transformaciones en la perspectiva médico-científica, y con ello se había consolidado la tesis del progreso indefinido que aseguraba un proceso civilizatorio constante.

La novela habría de circundar -entre otros- esos aspectos: 1) El provocativo desafío teológico que implica simbólicamente la figura de Prometeo encadenado, tomado según la construcción de Hesíodo.
2) La combinación de grandes descubrimientos físico-químicos, entre ellos el electromagnetismo y la electricidad estática advertida por Luigi Galvani, junto con el famoso experimento del pararrayos de Benjamin Franklin y el aporte de la fabricación de los condensadores por Alessandro Volta.
3) Se sumó la vinculación intermedia con la magia y la alquimia del médico renacentista Paracelso, recuperándose así la tradición judía del rabino Loew, creador del Golem, y la influyente lectura Johann Goethe del segundo Fausto.
Con todo ese contexto y un desarrollo literario reconocido en modo unánime, Mary Shelley encendió una chispa de vida en el elemento inerte que estaba ficcionando. Mary era hija de una reconocida escritora militante por los derechos femeninos en el siglo XVIII, Mary Wollstonecraft, y de un padre filósofo, William Godwin, a quien dedicaría la obra.
Dos siglos antes de que Mary Shelley escribiera su novela, un pensador mayor, también inglés, Francis Bacon, había escrito en 1620 su obra Novum Organum, en la cual no sólo describe el método inductivo sino que propone la indicación acerca de la manera como el hombre renacentista y premoderno debía enfrentarse a la naturaleza, que bien se encierra en su aforismo tantas veces repetido “saber es poder”. Para dicho autor, el objeto de toda investigación científica es “dotar a la vida humana de nuevos inventos y recursos” (I, 81), y para ello el hombre tiene que ampliar el dominio sobre la naturaleza y aprender a conocer sus secretos. Sostendrá Bacon que el fin del hombre es engendrar nuevas naturalezas.
Así entonces, el designio filosófico de Bacon, junto a la propuesta literaria fantasiosa de Shelley -y otros autores-, encuentran un salto cualitativo extraordinario cuando en la década del 50 del siglo pasado los doctores Watson y Crick -ambos Premio Nobel en Fisiología en 1956- hacen el descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN, con lo cual se pudo desarrollar luego el proyecto genoma humano, que desde finales de la primera década de este siglo se encuentra completamente decodificado y sujeto a interminables discusiones de patentamiento.
Lo cierto es que lo más similar en perspectiva posible a la imagen del monstruo de Mary Shelley, aunque seguramente con una estupenda estética, habrá de ser el mundo del poshumano conformado por cyborgs.

Sin embargo, hay una instancia menos remota y perfectamente posible en el presente, que abre indudables espacios de discusión que atraviesan, fundamentalmente, el cuestionamiento de la generación de “criaturas de diseño”. Diseño que podrá ser sexual, físico, estético, intelectual y naturalmente también genético.
De tal manera que los cuestionamientos que se pueden ensayar son de diversa entidad y los argumentos en pro de dichas realizaciones son igualmente de envergadura.
Sólo para tomar una consideración, destaquemos que no se trata de la práctica de tamizajes o screeming en recién nacidos, para conocer con ello si son pasivos de alguna enfermedad que puede ser preventivamente tratada y posiblemente curada. Sino de la intervención que se realiza a nivel de células no somáticas (por lo tanto sexuales) y que por ello tienen la condición de ser trasladadas las modificaciones pretendidas a la progenia de dicho individuo.
La misma eugenesia que Francis Dalton en el siglo XIX inspiraba y que tuvo sus importantes ecos en EEUU en las primeras décadas del siglo XX, con los trabajos de Charles Davenport, avalados incluso por la misma Suprema Corte de Justicia en un notable voto del juez Oliver Holmes, en el año 1927. Eugenesia que luego profundizará con violencia el régimen nazi a partir de 1933. Es la que hoy no pocos autores liberales se han visto tentados en promocionar, por no encontrar en ella algún aspecto que merezca un juicio que afecte la libertad de las personas, mientras que la negación de dichas prácticas se ubica en un designio contraliberal, rotulado con rapidez de retrógrado. Aprueban los desafíos de la eugenesia liberal, entre los más conspicuos, R. Nozik, R. Dworkin y J. Rawls, y en oposición a ellos J. Habermas y M. Sandel.
La línea argumental en orden a la realización de las prácticas eugenésicas y de ingeniería genética se ubican en argumentos que concluyen por mostrar el triunfo unilateral de la voluntad sobre el don, del dominio sobre la reverencia, de la modelación sobre la contemplación. Frente a ellos, la línea argumental sostenida por Sandel -a quien ahora seguimos- en su libro recién traducido al español intitulado Contra la perfección – La ética en la era de la ingeniería genética, destaca que dicha ingeniería genética transformará tres elementos centrales del paisaje moral actual: la humildad, la responsabilidad y la solidaridad.

Advierte el citado de que la tendencia a la autooptimización genética calará sobre la base social de la humildad, en tanto que los talentos y dones de las personas pasarán a ser una realización propia del mismo hombre y, por lo tanto, la nueva responsabilidad por ellos será del hombre mismo y no de la naturaleza propia. Hoy no somos responsables -dice Sandel- de ser como somos. Por la ingeniería genética lo seremos siempre. A ello se le deberá sumar que el impulso prometeico será cada vez más contagioso porque nadie que pueda preferirá ser menos que otro -en condiciones físicas, intelectuales, estéticas, etcétera-, por lo que ya nadie será, al fin de cuentas, libre de dicha ingeniería genética.
Por otra parte, el mayor aumento de la mencionada responsabilidad por nuestro propio destino reducirá los sentimientos morales de solidaridad por los más desafortunados. Dichos núcleos, dados por el profesor de Harvard, luego son puestos en crisis de refutación por él mismo, y concluye mostrando su oposición a la ingeniería genética porque, al fin, ella es la máxima expresión de ser los hombres quienes dominan la naturaleza y ello es una visión errada de lo que la libertad posibilita. Afirma que ella “amenaza con suprimir nuestra apreciación de la vida como don, y con dejarnos sin nada que afirmar o contemplar más allá de nuestra propia libertad”.
Volvemos nosotros a la obra de Shelley. Frankenstein sin duda no era un resultado genético, ni siquiera tampoco un cyborg: fue una ficción de terror. Sin embargo, estaba allí la figura prometeica de la hybris humana de hacer al hombre a la medida querida. Algunos se maravillan con ello porque tienen buenas razones para pensar una vida en un mundo feliz; otros pronostican el peor de los futuros por el inimaginable derrotero a ser controlado, más allá de toda ejecución del principio de precaución posible.

Por nuestra parte, convencidos de que la ciencia no se detiene y que el sueño humano de controlar la naturaleza cada vez es más real, sólo nos resta pensar desde un racionalismo trágico y una ventaja negativa: quieran las circunstancias que los hombres del mañana sean más humanos que los de hoy y puedan repetir, como dice el monstruo Frankenstein, al ermitaño ciego que lo acoge: “Perdone la intromisión”.

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