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El verdadero fundador del FBI

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La necesidad y sus nuevas ideas crearon una de las organizaciones policiales más famosas del mundo

Por Luis R. Carranza Torres

E n lo relativo a la organización jurídica de Estados Unidos, una de las inexactitudes más comunes es asociar la figura de J. Edgar Hoover la creación del Federal Bureau of Investigation u Oficina Federal de Investigaciones, más conocida por todos como FBI. Si bien es cierto que Hoover la renombró en 1935 de tal forma, extendió enormemente sus funciones y la instaló en la consideración pública, no la creó y ni siquiera fue su primer jefe.
La materialización de la idea de una fuerza policial dedicada a la investigación de los delitos de jurisdicción federal para el Departamento de Justicia le correspondió a Charles Joseph Bonaparte, un abogado de ideas liberales, sobrino nieto del emperador francés Napoleón Bonaparte, originario de la ciudad de Baltimore, estado de Maryland, quien ocupó diversos cargos durante la presidencia de Theodore Roosevelt.
Había obtenido su título de leyes en la Harvard LawSchool en Cambridge, Massachusetts, la misma universidad en que su futuro jefe presidencial estudió, sin concluir, la carrera de derecho.

Previo a pasar por la función pública, Bonaparte había ejercido como abogado en Baltimore y participado de forma activa en el ámbito nacional en demandas contra los acuerdos de no competencia y monopolios de las grandes empresas, siendo uno de los principales responsables de quebrar en los tribunales la cartelización de las empresas del tabaco. Lo apodaron por ello Charlie, the crook chaser, o “Carlitos el cazador de ladrones”, en una traducción libre al idioma de Cervantes.
Su postura como partidario del sistema de libre mercado, pero en serio y no sólo para los de arriba, le granjeó la simpatía de un político en ascenso llamado Theodore Roosevelt., quien, cuando asumió la presidencia luego de un atentado anarquista que le costó la vida al anterior mandatario, William McKinley, llamó a un lado suyo a Charlie.
Compartían también los mismos puntos de vista respecto de un mundo y una sociedad que parecían atraer nuevas amenazas y delitos. Los efectos de la industrialización no sólo habían golpeado la sociedad, generando un sector marginal susceptible de volcarse al hampa: también los criminales de profesión estaban empezando a organizarse de manera empresarial.
Luego de desempeñarse como secretario de Marina, Charles fue nombrado fiscal general de Estados Unidos, donde permanecería hasta el final del mandato de Roosevelt.

Uno de los principales inconvenientes para perseguir los nuevos delitos federales, que con el desarrollo de las comunicaciones se multiplicaban, era carecer de una fuerza propia para llevar a cabo las investigaciones que permitieran colectar la prueba suficiente para abrir un proceso judicial.
Tradicionalmente, cuando había necesidad para un caso determinado, se pedía al Departamento del Tesoro -el equivalente a nuestro Ministerio de Hacienda- la colaboración de agentes del Servicio Secreto.
Estos hombres estaban bien entrenados y eran dedicados. Pero los resultados de las investigaciones los informaban a su propio jefe y éste al fiscal General, una situación que frustró a Bonaparte por el poco control que tenía sobre sus propias investigaciones.
Para mayor complicación, al pedir el fiscal General una regulación al respecto en el Congreso, el brazo legislativo del Estado era hostil al acrecentamiento de facultades del Ejecutivo que propugnaba Roosevelt. Por eso, desde los salones del Capitolio no sólo le dijeron que no existía una ley que lo autorizara a emplear a tales agentes sino que, acto seguido, sancionaron una que prohibía utilizar a los agentes del Servicio Secreto por parte de cualquier otro departamento del Ejecutivo, en mayo de 1908.
Hombre de nuevas ideas y de no rehuir los problemas, el fiscal General Charles Bonaparte decidió entonces la formación de su propia agencia contratando a nueve detectives, 13 investigadores para cuestiones de derechos civiles y 12 contables para investigar casos de fraude y violaciones de las leyes de comercio.
No era sólo eso. La jurisdicción de este grupo de investigadores sería nacional, pudiendo abarcar uno o más Estados, lo que por la época fue algo controvertido, llegándose a afirmar que no era posible dado el carácter federal de la Constitución y la gran autonomía de los Estados. Además, se dijo que la Carta Magna no establecía dentro de las facultades federales contar con un órgano de ese tipo.

Si en lo jurídico era discutible, en el ámbito de los ciudadanos, los más azotados por los nuevos delitos y la creciente violencia con que se cometían, la propuesta caló hondo y otorgó a Bonaparte el respaldo político suficiente para la creación de esta nueva policía en el ámbito federal.
Se lo denominó inicialmente Bureau of Investigation. Se hallaba dentro del Departamento de Justicia y se puso a cargo de esa fuerza inicial de 34 agentes a Stanley W. Finch, abogado neoyorkino con más de 30 años de servicio en el Departamento de Justicia quien, como chief examiner, había coordinado antes el manejo de los agentes del Servicio Secreto pedidos para investigar.
Era el 26 de julio de 1908, fecha que, desde entonces, mal que le pese al ego de J. Edgar Hoover, se considera como el nacimiento del FBI.

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