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El periodista que aceleró la caída del muro

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El mundo vive horas de celebración. Hace exactamente un cuarto de siglo, sucedió lo impensado. El Muro de Berlín, abruptamente, se desmoronó y, con ello, el fin de la Guerra Fría. También fue el final del siglo corto, como bien definió el siglo XX, Eric Hobsbawn, el más importante historiador de los últimos cien años.

Las causas mediatas e inmediatas son objeto de análisis e inquisiciones de expertos dispersos a lo largo y ancho de la Tierra. Esbozan las más diversas hipótesis. Algunas, por cierto, absolutamente disparatadas. No dilucidaremos aquí la incidencia de la diplomacia vaticana en la cuestión. No por desconocimiento sino porque la abundante literatura al respecto es demasiado provisional y está siendo escudriñada por expertos en relaciones internacionales y vaticanistas, a partir de las reflexiones críticas que produjo el siempre lúcido cardenal Carlo María Martini, arzobispo de Milán, que conmovieron a la curia romana.

Sí, en cambio, es preciso remarcar la influencia directa de Mijail Gorvachov, séptimo y último secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en los sucesos que se desencadenaron en la noche que va del jueves 9 de noviembre de 1989 al viernes 10, al desentrañar la matriz corrupta de la “era Brézhnev”, que dinamitó la ilusión del Socialismo Real.

Leonid Brézhnev, a la postre, fue un pobre, triste y cruel personaje que sus partidarios no pudieron defender ante un comité especial del Politsbüro, donde un fiscal le acusó de promover el culto a la personalidad, la reasignación de los recursos destinados a salud, educación y previsión en beneficio de sí mismo, su familia y círculo áulico, y de embarcar la Unión Soviética en la desastrosa invasión de Afganistán, que no fue planeada para combatir a los muyahidines sino para acallar las voces de protesta que estallaban a lo largo y ancho de la URSS y ocultar, en el balance de general de la guerra, parte del saqueo de las arcas del Kremlin.

Eran los tiempos de la Perestroika, que buscaba forjar una nueva matriz de pensamiento para la URSS y el mundo, y de la Glasnost, que prometía transparencia en el gobierno y apertura política que, inmediatamente, se tradujo en la libertad de miles de críticos del régimen comunista y la reivindicación histórica de los antiguos enemigos de Stalin.

Ese espíritu nuevo, cargado con una gran dosis de ilusión, ganó adeptos en todos los países integrantes del Pacto de Varsovia. Esta vez, confiados en que no aparecerían los tanques soviéticos para acallar las voces disidentes, como ocurrió en Berlín Oriental (1949, 1953, 1961), Polonia (1955), Hungría (1956) y Checoeslovaquia, en tiempos de la Primavera de Praga (1968).

El Muro de Berlín, el Telón de Acero, era el escenario y el símbolo de un tiempo del desgarro. Allí se consumaban rupturas, reencuentros y separaciones. El 22 de abril de 1946, cuando Berlín era aún un mar de escombros, Stalin dejaba ya claro que en la parte de Alemania ocupada por el Ejército Rojo se impondría un régimen obediente a Moscú.

Los comunistas europeos y latinoamericanos comienzan un duro aprendizaje: justificar lo injustificable.
Alemania fue dividida en 1945 en cuatro partes por las potencias vencedoras. Sin embargo, sólo existían dos: una con los sectores norteamericano, francés y británico; y otra la soviética.

Y dentro de ese sector soviético de la Alemania dividida, que se habría de convertir en la República Democrática (RDA), como una isla, Berlín dividida a su vez en cuatro partes y a la postre en dos, la occidental democrática y la comunista.

En 1961 se construyó el muro, con el fin de acabar con la huida de alemanes del este hacia el oeste. Fue uno de los símbolos trágicos de la Guerra Fría y de la partición alemana.

Una confusión histórica precipitó su caída. Dos fueron los protagonistas: Günter Schabowski, miembro del Politbüro de la RDA, y, sobre todo, el periodista Riccardo Ehrman, corresponsal de la agencia italiana Ansa.

Los prolegómenos de la rueda de prensa habría que buscarlos en la creciente demanda de libertad y democracia que había llevado a miles de alemanes del este a huir a occidente a través de Hungría, Polonia y Checoslovaquia.

En septiembre y octubre se sucedieron manifestaciones en Leipzig y en otras ciudades alemanas al grito de wir sind das Volk! (¡nosotros somos el pueblo!).

Medio millón protestaron en la céntrica Alexander Platz de Berlín Oriental el 4 de noviembre contra lo que calificaban de sistema opresor y sin perspectivas. La presión se hizo insostenible.

Erich Honecker, el otrora líder de la RDA, renunció el 18 de octubre y, en un intento de calmar los ánimos, el gobierno comunista diseñó una nueva ley para dar permisos de viaje al exterior sin condiciones que, en principio, entraría en vigor el 10 de noviembre.

En medio de una rueda de prensa ya histórica, convocada por el gobierno comunista para explicar la nueva norma, Riccardo Ehrman repreguntó cuándo se haría efectiva la ley. Lo que siguió forma ya parte historia.

Schabowski, contrariado, rebuscó en sus papeles sin encontrar la fecha correcta e improvisó: “De inmediato”. “Creo que fui el único que realmente entendió en ese momento lo que ocurría”, cuenta Ehrman. “Salí de inmediato y mandé un teletipo a la central en Roma diciendo: ‘Cayó el Muro’. Mis colegas pensaron: ‘Riccardo se volvió loco”.

 

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