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El Hotel Plaza (II)

Por Carlos A. Ighina (*) - Exclusivo para Comercio y Justicia
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Por Carlos Ighina (*)

Pasaron los años. Más de 100. Y el perfil elegante del hotel de los lujos de 1910, ícono pujante de las aspiraciones de una Córdoba pretenciosa, sigue en pie como imagen identificadora de un paisaje urbano

La memoria afectiva de la ciudad nos lleva a evocar y tratar de hacer resurgir del olvido que provoca el natural pasaje del tiempo sucesos cotidianos que no sólo es agradable compartir sino que nos llevan a descubrir modos de convivencia social precursores de una manera de vivir que, desde alguna perspectiva, marcan señales que nos distinguen.
El Hotel Plaza, dentro del marco de su imponencia constructiva que aún nos llama la atención, a más de 100 años de su inauguración, guarda motivos de comentarios que nos llevan a contactar con personas y personajes, en determinados momentos protagónicos para la ciudad amable que era Córdoba.
El Plaza, aunque por una corta temporada después que Egidio Belloni lo vendiera, albergó una confitería con varieté, que tuvo su espacio en el perímetro del salón bar de San Jerónimo y Buenos Aires, denominada “Goyescas”, con la presentación como número artístico inaugural del cantante Hugo del Carril, quien pasaría a la consideración posterior no sólo como cantor de tangos sino también como cineasta y persona de bien que supo guardar cárcel en razón de sus ideales políticos, con total hidalguía.
Los organizadores de estas veladas mantenían fluidas vinculaciones con empresarios artísticos de Buenos Aires, lo que posibilitó la presencia en “Goyescas” de figuras de popularidad nacional e internacional.
Sin embargo, el emprendimiento en ese local no tuvo demasiada continuidad, terminando por trasladarse a la calle Rivera Indarte, segunda cuadra, en los altos del desaparecido Bazar Bignoli, pero ahora con el nombre de confitería “Noel”, para convertirse después en “Cinecón”, lugar en el que se podían ver películas con los espectadores sentados alrededor de una mesa, a la par que consumían gaseosas y alguno que otro bocado. Esa misma sala se transformaría con los años en un night club.

Asimismo, en el encuentro de San Jerónimo y Buenos Aires, en el amplio sector del Hotel Plaza destinado a bar, más tarde seccionado por locales comerciales, también los cordobeses encontraron un placentero sitio de sociabilidad, propiedad al principio de la familia Espinosa y explotado después por Belloni, donde se podía disfrutar de las interpretaciones de una orquesta estable, destacándose en su repertorio la conocida zamba “7 de Abril”, del recordado autor y recopilador folklórico santiagueño Andrés Chazarreta.
En 1935, en dependencias del Hotel Plaza, se inauguró un dinner, es decir, una cena musicalmente animada, el Salón Le Coin, con la actuación de Harold Mickey y su orquesta.
Otro jazzman que se presentó en el Plaza en la década de 30 fue Don Dean, músico estadounidense que encabezaba una banda denominada “Los estudiantes de Hollywood”.
Dean, de apellido real Mc Cluskey, había logrado su popularidad en los salones del hotel Alvear Palace, de Buenos Aires, y su éxito mayor estaba relacionado con esa casa, pues se titulaba “Bailando en el Alvear”, un fox trot muy difundido en su momento, que había permitido la inserción radial de Dean y su intervención en la película Ídolos de la radio, en 1934.
Además de dirigir la banda, Dean cantaba en un trabajoso castellano que, sin embargo y por ello mismo, provocaba el encanto de damas y damitas.
Tuvo cuatro hijos igualmente músicos y todos ellos de género popular: Alex y Budy, que integraron el grupo de los “Mac Ke Mac’s”; Donald, que se consagró con sus todavía recordadas baladas; y Patricia, cantante que también realizó importantes grabaciones.
En el subsuelo, amigablemente cálido, tuvo cabida, hasta la desaparición del bar, un salón de billares, ritualmente concurrido por la muchachada de corbata y sombrero de los años 40 y por los petiteros de los 50, donde figuras de relieve social y político se despojaban de todo oropel enfrascándose en partidas donde la carcajada alternaba con el exabrupto espontáneo.
La hora de la siesta, intervalo propicio en medio de las ocupaciones diarias, era un momento de especial asistencia en cuyo lapso los jugadores esperaban turno, entreteniéndose cordialmente con los comentarios del momento.
Entre los más asiduos de los atraídos por las bolas de marfil se encolumnaba Arturo Zanichelli (el rengo Zanichelli) aquel que siendo víctima de la parálisis infantil no trepidó en convertirse en arquero de Universitario e Instituto, obtuvo el título de abogado y se involucró en las lides políticas estrechando filas en el Partido Radical. Él siguió el pensamiento de Arturo Frondizi, llegó a la gobernación de Córdoba y fue intervenido en su gestión por las entonces muy vigentes presiones militares. Aquel que murió con la tristeza de los bohemios que no se explican qué cosa hicieron mal.
Zanichelli era aficionado al juego del casino y de la billa, y despojado de su saco, taco en mano y con la tiza siempre dispuesta, compartía la mesa verde sin importarle jerarquías, como lo hacía también en el legendario Tango Bar, de barrio San Martín, como vecino que fue a la vera de la avenida Castro Barros.
Hoy, todo ello es un recuerdo atesorado por unos pocos.

El majestuoso y animado Hotel Plaza ha devenido en una residencia para la tercera edad. Más allí, apoyado en un bastón quizás pero vivo, el airoso edificio siempre muestra cercana su fachada, para recibir la caricia de nuestras miradas, que son las mismas de nuestros padres, de nuestros abuelos, de nuestros bisabuelos.
El juego frontal de sus balcones extendidos hacia la plaza nos trasmite un mensaje de vidas que fueron susurro sutil y casi misterioso, que sin adivinar por qué y cómo nos conmueve, nos hace partícipes de una historia a la que sentimos que no nos es ajena, que de algún modo nos pertenece.
Pasaron los años, que en su incontenible sumatoria han superado la centena, y el perfil elegante del Hotel Plaza, el de los lujos de 1910, ícono pujante de las aspiraciones de una Córdoba pretensiosa, sigue en pie como imagen identificadora de un paisaje urbano que a modo maternal nos entrega calidez, la que compartimos con un marcado sentimiento interior en la sucesión de generaciones.
Los ojos que lo apreciaron y aprecian en estos casi 120 años se han renovado apurados por la fragilidad de los días pero desde hace un tiempo, reciente si se quiere, existe una mirada escrutadora, permanente, de una tenacidad que supera las posibilidades humanas.
Que se posa en la postal inconmovible de viejo Hotel Plaza sin descansos ni parpadeos con una fijeza hierática, con sol y con sombras, con lluvia, con aguanieve, con la contaminación agresiva de los caños de escape, sin siquiera pestañear ante el desfile de carteles y el estallar de las bombas de estruendo.
Contando cada una de las cientos de palomas que revolotean, dándoles un nombre sin confundirse -de locomotoras, de personajes de radionovelas, de artistas del cine, de amigos inolvidables.
Allí está él, en la esquina de la vieja Botica del Inca, a un par de metros de las vidrieras del Sorocabana (su espacio de inspiración y su musa real). Al lado de la taza de café, siempre vacía como quedó la ciudad cuando decidió irse, obsesivo en el dominio visual de esa arquitectura de inspiración francesa y sin voltear la cabeza cuando los amigos le tocan el hombro con cariño entrañable.
Con el lustrín a su costado que lo mira como queriendo entenderlo y que le hace, por ratos, compañía diaria.
Es Daniel Salzano. Dueño, desde no hace mucho pero probablemente por mucho tiempo, de la memoria y de los días futuros del Plaza.
El podría escribir su epitafio, tal vez… Tal vez, pero ojalá nunca lo haga.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista.
Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

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