Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **
En las últimas semanas dos han sido los temas que han concitado la atención de los argentinos. El primero -sin dudas el más importante- es la reunión del G20, en la ciudad de Buenos Aires y la otra resulta la final cuasi frustrada de la Copa Libertadores de América. Del primer tema nos ocuparemos seguramente en futuras columnas. Ahora trataremos el segundo tema, el que no por grave no deja de ser recurrente por estos lados.
Es que el tan esperado y promocionado partido “más importante de la historia del fútbol argentino” —que debía jugarse un par de fines de semana atrás en el estadio Monumental de River Plate— se postergó en su momento y se reprogramó posteriormente para jugarse en el Estadio Santiago Bernabeu del Real Madrid de España. ¡La final del mayor torneo sudamericano se jugará en territorio Europeo! Todo esto por obra y gracia de la violencia que parece ser parte del fútbol argentino y por la incapacidad y/o complicidad de muchos de los actores que rodean a este deporte.
En realidad, lo ocurrido no es nada nuevo por estos lados; la violencia en general y en el fútbol en particular es lamentablemente recurrente. Y amerita, por su relevancia, algunas reflexiones.
Es que se escuchan muchas palabras para explicar lo que sucede: “La violencia es parte de nuestra sociedad y el fútbol no es ajeno a ello”, “esto pasa porque hay connivencia entre las barras bravas y los dirigentes de los clubes”, “los barras tienen negocios con la policía por eso ésta no hace nada”, “los vínculos entre la política y las barras es tan fuerte que no se puede hacer nada ya que políticos apañan a los violentos”, en consecuencia, “la Justicia mira para otro lado y solo se la agarra con ‘perejiles”, entre otras. Todas estas afirmaciones son ciertas y, tomadas en su conjunto, encierran una parte no menor de la verdad. Lo curioso es que quienes las dicen, en muchos casos, son precisamente parte del problema.
Los dirigentes fomentan o -como mínimo- toleran su participación; ni hablar de los políticos, que muchos casos son, a su vez, dirigentes de los clubes. También es común que los dirigentes de los clubes formen parte de la Justicia (que es en definitiva la que debe aplicar la ley en estos casos). No queremos olvidarnos de los jugadores y los vínculos que algunos tienen con las barras. Tampoco de los hinchas comunes, quienes en muchos casos se sienten orgullosos de los barras de su club, a los que entienden como parte del “folklore” del fútbol. Y ni habar de algunos periodistas que -en nombre del folklore del fútbol- exaltan a las barras o las invitan a sus programas como personajes de opinión.
Lo que sucedió con la malograda final de la Libertadores, por su importancia, puso en evidencia todo lo que señalamos. Y también que, en lugar de condenarse la violencia y buscar alguna solución al problema, muchos usaron lo sucedido para sacar alguna ventaja deportiva; por intereses propios, empujados por los hinchas que sólo buscan venganza o ver humillado a su rival, por periodistas partidarios que parecen más hinchas que profesionales, o por los famosos intereses económicos y políticos casi siempre presentes en estos casos.
No nos sumamos quienes en título catástrofe sostienen que no somos capaces de organizar un evento de esta naturaleza. Lo somos —vale el ejemplo de lo sucedido con la reunión del G20, en donde todo transcurrió en paz y hasta quienes se oponían a su realización pudieron marchar y protestar sin violencia—. Lo que hace falta es tener la voluntad para hacerlo bien y excluir a los violentos y a quienes sirven de ellos.
No se trata de un tema deportivo sino de rasgos acusadamente institucionales. Junto a la corrupción, la violencia es uno de los peores enemigos actuales del sistema democrático y un veneno para la estabilidad de las instituciones. Si los actores del sistema democrático la permiten o son negligentes en el actuar para prevenirla primero y para caer con el peso de la ley sobre ella si se produce, la violencia se enquista cada vez más en la sociedad y termina, más a la corta que a la larga, por “llevarse puesta” a la democracia.
Por eso, más allá de la final, las causas de su indefinición, esa violencia expresada tan palmariamente, no resulta sólo un tema de interés colectivo o de simple seguridad pública sino de pura supervivencia institucional.